Javier Santamarina

LA LÍNEA GRIS

Javier Santamarina


Su propia víctima

06/01/2023

En este mundo, donde la verdad ha dejado de ser absoluta y el sentimiento es el eje de nuestros actos, se ha encumbrado a las intenciones como eje del orden social. La empatía hacia el sufrimiento nos impulsa a intentar evitarlo y a ser posible a desterrarlo de la existencia humana. En esta vorágine de buenas intenciones hemos ignorado el valor del error como técnica de aprendizaje. Aceptamos las consecuencias económicas negativas presentes por un futuro idílico que puede no llegar nunca.

La manta tiene las dimensiones finitas y cada uno decide donde quiere que le dé el frío. Cuanto más complejos son los problemas, más difícil es encontrarle una solución definitiva. Si conseguimos que la medida sea satisfactoria o parcial ya es de por sí un avance. En el terreno social, económico o político es imposible percibir en vida progresos tan visibles como para que lo disfruten sus propios impulsores.

En Occidente, nuestra evidente opulencia facilita una cultura del hedonismo y una repulsa innata al esfuerzo como elemento esencial del aprendizaje. No nos gusta aceptar que los actos tienen consecuencias porque nos haría responsables de ellos.

El drama es que, en política exterior, fiscal, o de seguridad las buenas intenciones provocan efectos indeseados. Reduces los gastos de defensa y al final acabas ordenando asesinatos selectivos (véase, Obama). Intentas fomentar la paz al perder tu soberanía energética y te chantajean con el gas (ej. Alemania). Renuncias a la prudencia presupuestaria e incrementas la deuda como si no hubiese mañana (Occidente en general). Atacamos a los emprendedores sin imaginar que puedan reducir la inversión, mientras defendemos a los okupas sin preocuparnos por los legítimos propietarios, deseamos un nuevo concepto familiar y nos despertamos con una pirámide poblacional invertida (España).

Todo lo anterior es cierto, pero no es lo más destacable. Basta recordar una foto de los jerarcas de la antigua Unión Soviética para saber que su modelo no tenía futuro. No es que desprecie la experiencia, el talento o la sabiduría de alguien de la cuarta edad, pero resulta difícil creer que son aptos para liderar instituciones y no digamos países. Tampoco ayuda la pléyade de jóvenes, sin formación pero buenas intenciones, que tuercen el poder. Hay una generación perdida que ha renunciado a su responsabilidad social. Sería cómodo culpar a los viejos y a los jóvenes, pero es injusto. A esta generación le sobra talento pero carece de compromiso.