Pedro Carreño

La Ínsula

Pedro Carreño


El pañuelico

05/07/2022

Como llevo encerrado en un cajón más de dos años, espero que la luz del sol no me ciegue mañana. El jodío Covid me enclaustró, y no me ha dejado salir durante todo este tiempo. Sinceramente, me ha resultado interminable y angustioso. El encierro lo he vivido como una condena bíblica. Quizá, por los excesos cometidos antaño. Justicia divina.
Hace tres años, por estas fechas y como es tradición, me desanudaron, lavaron y plancharon. Me plegaron con cariño, y caí depositado encima de una faja del mismo color. Oí que se despedían de mí entre lágrimas. Escuché la condolencia y una frase habitual: «ya queda menos». Lentamente, la luz fue desapareciendo a medida que se cerraba el cajón y la oscuridad me rodeó. Como en un sarcófago sellado, la negrura más absoluta se convirtió en mi compañera. Mientras, en el exterior, una voz conmovida balbuceaba algo sobre mí, y me tildaba de pobre. En la lobreguez que me atrapó pensé: «no pasa nada. Dentro de un año, como siempre, volveré a las calles».
Pero pasó ese año, y nadie abrió el cajón. Ni ese año, ni el siguiente. Reconozco que anduve preocupado y que, incluso, llegué a pensar que se habían olvidado de mi existencia. Que nunca jamás volvería a salir del cajón. Que moriría corneado por el olvido, y banderilleado por las polillas.
Durante mi cautiverio, tuve mucho tiempo para reflexionar y recordar, porque yo también tengo mis momenticos. A la memoria vino, como un eco de mocedad, mi primer San Fermín. Recordé ser una gota más en el mar rojo de la Plaza del Castillo. Y casi morir asfixiado por los tirones en mis picos, antes de ser anudado al cuello por unas manos temblorosas y amigas.
Tengo otros momenticos. Algunos más húmedos, todo hay que decirlo. Uno de ellos es una mezcla de sudor y vino, una fragancia muy local y autóctona que me baña durante ocho días. También huelo a lágrimas sentidas y cargadas de emoción. Lágrimas prendadas que he secado, año tras año, tras deslizarse por las mejillas en la procesión del santo morenico.
Mañana, por fin, finalizará mi cautiverio. Lo intuyo porque oigo jaleo fuera del cajón. Desde hace días, se cuelan por las rendijas algunas notas de jotas navarras, y escucho voces preguntando dónde está la camisa y el pantalón, como la cal, para el día seis. Señales, inequívocas, de mi liberación y excarcelamiento.
Se que pronto preguntarán por mí. Que saldré de chiqueros y que, en ese momento, ascenderé a la luz. Lo haré como si estuviera tejido con terciopelo, o con una delicada seda oriental. Frágil como el gozo, pero recio como la franela, suspiraré por dar verónicas en el coso de La Misericordia. Levitaré de alegría y emoción contenida, como el chupinazo que me precede.
Deseo, en lo más profundo de mi tela, volar libre mañana como un pájaro, para posarme junto a mi bandada de compañeros en miles de cuellos y gargantas a las doce del mediodía. Para anudar, en ese momentico, un grito ahogado en miles de gargantas. Un clamor festivo que atronará, como nunca, en Pamplona y en el resto de España.
La espera, y el encierro, habrán valido la pena. Dos años no son nada, como cantara la Jota.