Javier Ruiz

LA FORTUNA CON SESO

Javier Ruiz


La mascarilla

10/02/2022

La mascarilla cae este jueves de la cara como el guante de Rita Hayworth del brazo, igual que un descuido, lo mismo que unos ojos entornados. Lo hace de la manera más natural, cuando el Rey se infecta de Covid, otra señal más de la república venidera y bananera. La mascarilla ha sido nuestro refugio durante dos años, un burladero ante el que escondernos y ver la vida pasar en silencio, parada, sigilosa, arrastrando los pies calladamente. Ha caído la mascarilla como una estatua de Sadam Hussein, hartos de ómicron y lodo, igual que los Budas de Bamiyan. Se han deslizado despacio, entre el miedo y la ira, lo mismo que un quirófano con lista de espera. La semana pasada nos la volvieron a poner y ahora nos la quitan de nuevo. Son cosas de Pedro Sánchez y sus mariachis. Ahora regresarán los rostros como las golondrinas, las mejillas florecerán en primavera y la alegría volverá a los recreos. La mascarilla se marcha hasta la próxima y esperemos que sea para siempre. Las ha habido de todos los colores, formatos y texturas. A mí me molaban las estridentes, saltonas e irreverentes. Las que invitaban a dar besos de tornillo con ella puesta. Hasta volverá el erotismo perdido en la pandemia. Cuántos polvos habrán quedado en el trastero por la cuarentena.
Los niños prescindirán de ellas en el recreo, aunque les costará un tiempo. Son la generación del covid, marcados a sangre y fuego por el maldito virus. Nos han dado una lección magistral, como pocas en la reciente historia de la Humanidad. Los pequeños enseñando disciplina a los mayores. Lástima que los grandes seamos idiotas y les hayamos preparado un camino lleno de espinas para que tropiecen nada más empiecen a andar. La mascarilla será recuerdo de juventud e infancia, nos veremos en las fotos y querremos olvidar el jalón que aquello fue en nuestras vidas. El coronavirus será el nombre de una época y pesadilla que comenzó con aplausos y acabó en hastío.
Se han muerto demasiados y no sabemos cómo ha sido. Los chinos deberán explicar por qué su Producto Interior Bruto apenas se ha resentido con la pandemia. Pasé la ómicron en Navidad y lo contaré como las batallitas del abuelo. Aunque no me dejó secuela alguna, cuántos no ha habido que han librado la batalla hasta la extenuación. Las mascarillas caen como las hojas en otoño y solo quedarán de ellas memoria negra en el asfalto. Se va un tiempo raro, difícil, complicado. San Valentín llegará limpio, aunque deberá ponerse la mascarilla para hacer el amor en espacios cerrados. Decae la prenda en pleno Carnaval, lo cual nos da a entender que lo vivido hasta ahora eran las verdaderas carnestolendas. Todo el año es Carnaval, decía Larra y si uno ve la televisión, escucha la radio y lee los periódicos, confirma que es verdad. La mascarilla se esfuma y es una pena que no haya servido para que algunos callaran. Duele la cabeza de escuchar tanto discurso y hay quien se coloca la mascarilla en el cerebro para no infectarse. Hay ideas que contagian más que los virus.
La mascarilla muere este jueves con la esperanza de su ausencia definitiva. Ha sido un buen alivio para el frío e incluso los alérgicos, que este año hemos notado las arizónicas menos. Pero el mundo no es una sala de operaciones ni un hospital de campaña. Brotarán en tu boca margaritas de esperanza y unos lirios verdaderos alfombrarán para siempre este tiempo oscuro de crisantemos.