Editorial

Lo llamaron 'cogobernanza'

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Cogobernanza es una palabra que no existe pero cuyo significado es accesible y va cargado de significado. Conlleva la distribución de cargas entre todos los estratos de una administración descentralizada y rayana en el federalismo e implica empatía, acuerdo y estrategia, un mensaje particularmente adecuado cuando el enemigo es común a todos los amenazados. El problema es que en la práctica tampoco existe.

Cada una de las oleadas de la pandemia que han sacudido España desde que comenzaron a acotarse derechos fundamentales individuales y colectivos ha sido una muesca más en la culata del revólver con el que se disparan en el frente político quienes tienen, además de la presunta vocación, la sagrada obligación de velar por los intereses de los ciudadanos. Y por ninguno más. Sin embargo, el espectáculo al que asisten los españoles en las últimas semanas está muy lejos de ser ejemplarizante o suponer un ejercicio de liderazgo.

Conforme crece en los gobiernos autonómicos el convencimiento de que es necesario llevar más allá el decreto ley que regula el estado de alarma, el Gobierno se encastilla y se repliega sobre sus posiciones haciendo saltar en pedazos el quorum que invocó cuando estableció el principio de cogobernanza y avivó el Interterritorial de Sanidad para establecer denominadores comunes en la lucha contra el coronavirus. Las acusaciones han trascendido el dontancredismo y la bipolar condición política del ministro de Sanidad, Salvador Illa, desde que el PSOE movió la silla de Iceta para lanzar al jefe del frente sanitario nacional a la Presidencia de Cataluña no ayuda, menos cuando el CIS que orbita en torno a la conveniencia del Ejecutivo central le acaba de situar como virtual ganador de las elecciones del -si nada cambia- 14 de febrero. Cuando el PSOE decidió presentar a Illa, opción perfectamente legítima, asumió que prescindía de su titular de Sanidad. Pero no lo ha hecho, y eso recrece la sombra sobre el tacticismo de las decisiones que afectan al estado de alarma y que pueden conllevar un notable desgaste social si se amplían.

También los gobiernos autonómicos han analizado ese coste y parecen haber obrado en consecuencia. Hasta la fecha, Castilla y León ha sido la única región que ha optado por la libre interpretación del real decreto. O por la insumisión, en la versión gubernamental. La alternativa que plantea Illa sí cabe: recortar el horario de toda la actividad económica, pero eso es precisamente lo que los presidentes autonómicos tampoco quieren, pues pasarían ipso facto a ser responsables del subsidiario impacto económico. Lo de cogobernar no cuajó, pero en otras causas sí hay acuerdo.