Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


La polícroma belleza del liquidámbar

26/10/2022

Quienes, semana tras semana, y año tras año, tienen la paciencia de leerme, saben que, llegado el otoño, es ya una ineludible tradición la de escribir sobre los jardines del Real Sitio de San Ildefonso, para mí uno de los lugares más hermosos de España, singularmente en estos meses. No falto a esta cita estacional con la belleza excepcional que los adorna, manifestada en las mil y una modulaciones de los colores que decoran, en constante y vertiginosa transformación, su frondosa vegetación, creando un marco maravilloso en el que parece que van a tomar vida los personajes mitológicos de fuentes y estatuas. En este deambular algunas especies de árboles me atraen particularmente, invitándome a hacer un alto y extasiarme ante la hermosura que prodigan.
Reconozco que mi interés hacia los árboles deriva de mi buena y vieja amistad con los Sánchez Butragueño. A Mari Carmen le debo la curiosidad por los pinsapos, y a Eduardo, por los celtis australis, vulgo almeces o almárcigos. De los diferentes tipos de Quercus –roble, encina y alcornoque- quedé saturado en las asignaturas de geografía física de España de la vieja licenciatura de Geografía e Historia. Pero desconocía cómo se denomina un árbol que siempre me ha llamado la atención en otoño, por la diversidad y belleza de sus colores, y del que, antes de llegar al edificio de la Real Colegiata, se yergue un espléndido ejemplar, crecido junto a la imponente altura de las secuoyas que empequeñecen la cúpula de Ardemans y los chapiteles austriacos del palacio. En mi última visita al Real Sitio, bajo una lluvia que envolvía la atmósfera de lechosos velos agitados por el viento, me detuve, pasmado por la maravillosa policromía que lo recubría. Y leyendo la cartela explicativa, descubrí su sonoro, potente, nombre. Liquidámbar. Una especie nativa de América, introducida en Europa hacia 1681, siendo plantada en los jardines del obispo anglicano de Londres, Henry Compton, quien, junto a sus tareas episcopales, destacó por sus aficiones como naturalista. Sin duda, hay que alabar su gusto por un árbol tan bello.
El ejemplar que me cautivó era un mosaico de colores, que evolucionaban del verde intenso a diferentes tonos de amarillo para concluir, en su copa, semejante a una aguja gótica, en un rojo sanguinolento que parecía brotar de un cielo rasgado por la misma. Las gotas de lluvia esmaltaban las hojas que, zarandeadas por el viento, se aferraban a las ramas, tratando de posponer la danza macabra que las conducirá a su destino último como alimento fecundo que, tapizándola, nutre la tierra.
En la obra del poeta mexicano Alberto Blanco encuentro un poema titulado El liquidámbar, en el que el alma del escritor se transforma en dicho árbol. Sin duda, inspira. Pero, además, sana. Su savia tiene propiedades que ayudan al cuidado de la piel, y se empleó como bálsamo, perfume e incluso incienso.
Un buen descubrimiento, el liquidámbar.