Ángel Monterrubio

Tente Nublao

Ángel Monterrubio


Olores

08/06/2022

Ayer paseé la ciudad un rato largo y casi de punta a punta. Lo que en principio era una putada, y de las gordas, se convirtió en un placer. Al coche le falló el 'bendi', al menos eso es lo que antes siempre se decía que le fallaba a los vehículos cuando no arrancaban y tenían buen nivel de batería, vamos que sonaba el pito. Total, que no pude ir caballero a mis jeras. Desde el inicio del periplo el pueblo me pareció extraño, como si se hubieran evaporado por arte de magia las referencias que me hacían familiares sus calles y rincones, hubo un momento, incluso, en que llegue a sentirme un poco incómodo. No parecía que estuviera caminando por Talavera. Aquí pasaba algo.
La respuesta llegó sola cuando crucé por la antigua puerta de la pastelería Marfil: ni rastro del olor a gloria bendita que salía por aquella puerta, ahora hay una óptica; claro, pensé, las gafas no huelen. Y es que, paciente lector, en la ciudad ya no queda ni rastro de los olores que viven en mis recuerdos y asocio íntimamente a lugares. Así que me puse a recordarlos, a evocarlos, como dicen los entendidos en vino y aquí están algunos de la larga lista: el ambientador barato de limón que el señor Urdiales, el acomodador, fumigaba en los descansos en el cine Palenque y del que después salía el perfume atenuado al exterior; el tufo mareante, dulzón, de los vientres abiertos de las reses en el matadero viejo, donde los chavales nos parábamos a fisgar cuando pasábamos para el colegio, los vapores deliciosos de los aromatizantes de la fábrica de gaseosas Loreto en Alférez Provisional; las emanaciones cálidas de los enormes rollos de tela  de la tienda vieja 'den ca las Marys' en el calle del Prado, los aromas secos y ásperos, que se agarraban a la garganta, de todas las esparterías de la Corredera del Cristo, y que se asociaban con el bacalao de Los Carteros en la misma calle, la fragancia de la tinta fresca de la Imprentas de Minerva, Ramiro Gómez o El Norte; la mixtura indescriptible que brotaba del mercado de abastos que iba atenuándose según avanzaba el día, los efluvios embriagadores de las pinturas de Carrocerías Reneo en la calle San Vicente; el hálito agridulce del teso de ganados que subía con los calores hasta el pueblo, los vahos de tierra mojada de los Jardines del Prado…No queda ni una pensé. Ah, sí, una, la bodega del Sotanillo y allí encaminé mis pasos para aspirar el penetrante olor de los encurtidos.