El discreto hechizo de un pequeño retrato

María López Pérez
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La configuración de la heterogénea colección del Museo del Ejército debe buena parte de sus ingresos a donaciones y legados de particulares, esta pieza es un magnífico ejemplo de ello, mostrando además la sensibilidad de una época

El discreto hechizo de un pequeño retrato - Foto: E.MonteroHernan

Entre el retrato pictórico convencional y el retrato fotográfico de estudio, nos encontramos con pequeñas joyas en miniatura que reflejan a la perfección el espíritu de una época, nos referimos a los «pequeños retratos», objetos preciosos que manifiestan el carácter y el ánimo de la sociedad romántica. Hoy nos detendremos en un bello ejemplo de esta técnica y de este género, una obra que nos muestra además la delicadeza de algunas de las colecciones más desconocidas que conserva el Museo del Ejército y nos permite introducir la figura del «militar ilustrado» como parte protagonista en su configuración. El 8 de mayo de 1912, el coronel de caballería José Baeza y Astrandi, dirigió una carta al teniente coronel Hilario González, subdirector del Museo de Infantería, en la que prometía donar a dicho Museo una serie de piezas de su colección particular; entre estas piezas se encontraba un pequeño retrato de la infanta Isabel Francisca de Asís, hija primogénita de Isabel II y de Francisco de Asís de Borbón, conocida por el pueblo de Madrid con el sobrenombre de 'La Chata'. La obra, firmada por el almeriense Antonio Tomasich Haro (1815-1891), es ejemplo indiscutible de la importancia del coleccionismo particular como base de la configuración de las colecciones del actual Museo y en este caso, del interés coleccionista y la pretensión de salvaguarda de un miembro del ejército, mostrando las sinergias entre el mundo militar y la élite social del momento. 

Un primer contacto que la pieza despierta nuestra fascinación, un atractivo logrado por su pequeño formato, por la delicadeza del encuadre y por la acertada selección cromática, cuyas tonalidades cálidas, en perfecto diálogo con el uso de la luz, logran un fascinante equilibrio en el acabado. La luz será un ingrediente esencial en este tipo de retratos, su dirección y matiz se convertirán en una de las claves de su éxito, encontrando un hueco esencial en la sociedad de finales del siglo XIX, gracias tanto a su dimensión íntima como a su uso como «memento» del otro; estarán presentes en el ámbito privado, como símbolo de estatus o mero testimonio del paso del tiempo, siendo además objetos de intercambio que sustituyen la presencia física del amado, del querido o del admirado. En nuestro caso, enmarcamos la pieza en el ambiente regio, reflejo por tanto de poder, pero también espejo de la sensibilidad de una época.

Tomasich retrata a la Infanta en posición de tres cuartos, ligeramente girada a la derecha y dirigiendo su mirada frontalmente al espectador, la composición es discreta, centrando el detalle en la textura cálida que ofrece el uso de la pintura al agua, y aprovechando al máximo la obtención de transparencias que posibilita esta técnica como recurso para mostrar una limpia luminosidad. Los ideales femeninos del momento, dulzura y sensibilidad, se evidencian en el ligero giro de cabeza de la retratada y en su mirada suave y melancólica, mientras que los adornos de guirnaldas de rosas blancas del cabello o los volantes recorridos por cinta de seda de un azul intenso de las amplias mangas del vestido, nos acercan al gusto de una época, a la moda del siglo XIX y al modo del retrato burgués de la sociedad de fin de siglo. 

En 1864 Isabel II concede el título de miniaturista de cámara a Antonio Tomasich, cuyo dominio del detalle y de la expresión psicológica de los retratados, le llevarán a convertirse en uno de los mejores miniaturistas españoles de la segunda mitad del siglo XIX, creador de ejemplos como el que nos ocupa, arte con luz que refleja su maestría en el género del retrato.