Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


¿Y ahora qué?

07/03/2022

Planteaba Dostoievski por boca de Raskolnikov, en Crimen y castigo: «Si Dios no existe, todo está permitido». Y movido por esa tesis, actúa, mata y roba a la vieja usurera con la pretensión de solventar unas cuantas injusticias. Pero nada más perpetrar su crimen, se da cuenta del tremendo error en que ha incurrido, al no tener en cuenta algo que, para Rousseau, era fundamental: la conciencia, instinto divino, que, para el ginebrino, todos llevamos dentro, acusadora y reguladora de nuestros actos.
Pero eso ocurría en el siglo XIX (herencia de la Ilustración). Lo que vimos en el siglo XX nos aterró: los crímenes de Hitler y los nazis y, posteriormente los del 'padrecito Stalin' demostraron que no sólo la conciencia, sino incluso Dios habían hecho mutis por el foro, dejando al hombre  indefenso ante la voracidad y el instinto asesino de quienes no les importaba exterminar a la mitad de los habitantes de un país (¿no lo había hecho acaso la peste negra?) para que la otra mitad viviera a sus anchas.
Creer en un ser superior después de ver las monstruosidades perpetradas en el siglo XX devino en un acto heroico, un lujo al alcance de pocos, y más aún cuando la antropología y la astronomía nos pusieron en el sitio que por derecho nos correspondía. Pocas esperanzas. Especialmente de fuera. Nos quedaba nuestra propia inteligencia, nuestra capacidad de sobrevivir a las catástrofes, nuestro humanismo, nuestra cultura, nuestra fe en el hombre y en el progreso. Y de yerro en yerro ideamos –o mejor, refundamos– la nueva democracia, basada en la de la Grecia clásica. Además de los grandes preceptos de la Revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad.
La larga lucha de estos principios fundacionales por imponerse fue penosa, al punto de plantearse como un perenne maniqueísmo. El fascismo y el comunismo la pusieron durante décadas en tenguerengue, pero al final logró imponerse. Los avances de la Europa Occidental desde el final de la Segunda Guerra Mundial, en materias de convivencia, solidaridad, justicia, etc., bajo el paraguas de la democracia, ha sido uno de los más hermosos logros de la historia de la Humanidad. Sin embargo, la miopía y la condescendencia con que fueron tratadas las dos grandes potencias que nos libraron del nazismo, permitieron una nueva amenaza, mayor si cabe que las anteriores, por el hecho de que estaba por medio el horror atómico. Una vez más, sin embargo, se impusieron las tesis de los optimistas, confiados en el viejo refrán de que el miedo guarda la viña. Según ellos, la mejor garantía de una paz sólida entre los grandes cíclopes estribaba precisamente en el hecho de que tuvieran arsenales nucleares. Ya en 1964, la crisis de Cuba puso al mundo sobre aviso. Ya por entonces se hablaba del riesgo que podría suponer para la humanidad la llegada de un lunático o de un megalómano o de un desquiciado al poder, en una de las superpotencias.
La llegada de Trump a la presidencia de los Estados Unidos encendió todas las alarmas, pero los que verdaderamente manejaban los hilos del poder en el mundo sabían que el peligro no venía del Oeste, ni siquiera de China (por ahora), sino, una vez más, del Este. Y así ha sido. Con asombro e incredulidad observamos el estallido de la guerra de Putin contra la hermosa Ucrania. Es de nuevo David contra Goliat. Otra vez el mundo se restriega los ojos y se pregunta qué habrá hecho con su conciencia este antiguo espía de la KGB llamado Vladimir Putin, como nos preguntamos todos hasta dónde será capaz de llegar este ser impasible con ojos de hiena, autócrata por la gracia del Diablo. Y si faltaba algo, ahí tenemos a su ministro Serguei Lavrov (otro lunático) agitando, sin pizca de pudor, el fantasma de la Tercera Guerra Mundial, mientras vemos con absoluta indignación y dolor cómo exterminan a la población ucraniana a golpes de misil. ¿Qué hacer, Dios? ¿Dónde estarán los ucranianos para cuando hagan efecto las medidas aplicadas contre el Kremlin? Se puede morir de impotencia.