Pedro Carreño

La Ínsula

Pedro Carreño


La torrija

15/03/2022

Escribir sobre una torrija no parece demasiado glamuroso. Aunque sean estos, según dicen, los días que comienzan a ser más propicios para ingerirlas, y disfrutar con su inigualable visión, sabor y textura.
A juicio de muchos eruditos a la violeta, la torrija es algo de lo que no merece la pena escribir. Que solo existe en el imaginario de estómagos depravados, y que no tiene ni la fuerza ni la masa para protagonizar una columna, según esa corriente de opinión supuestamente ilustrada y mejor subvencionada.
Aquí vamos a situar a la torrija dónde se merece. En la cúspide de la pirámide gastronómica. En el Parnaso repostero, en la Valhalla que alberga los dulces más refinados y exquisitos. En el Shangri-La de la confitería. El propósito de esta columna es defender que la torrija, sin duda, puede competir como tema de conversación y debate, en las mejores ágoras. Y su elaboración y disfrute, materia de discusión y de elevada retórica.
Elevar al Olimpo de la repostería a este dulce sublime, digno de los mejores paladares y regente de las más ilustres cocinas de palacios y cabañas, no es empresa baladí. Es una responsabilidad y una cruzada. Una genuflexión de agradecimiento hacia esos momentos -imposibles de olvidar-, que la torrija brinda a sus súbditas y esclavas pupilas gustativas.
La visión de una torrija en perfecto estado de degustación, es la aparición de los Jardines de Babilonia, del Edén prohibido, o de las fuentes y patios del Califato de Damasco. Su perfección es tal, que las lágrimas impiden muchas veces la contemplación de ese manjar onírico. «Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada, como la pena de ser, ciego ante una bandeja de torrijas» se podría decir, con perdón de don Francisco de Icaza.
Sus dorados de canela y azúcar, y su baño en el noble aceite, le infieren el color áurico que irradió Jerjes  bajo el sol de las Termópilas. El fogonazo de luz que desprende la torrija, es el resplandor que vio Leónidas en la frente del dios rey persa. A él dirigió su lanza el espartano, con la misma ansiedad con la que nos abalanzamos sobre una bandeja de inmortales torrijas, bien doradas y esplendorosas, para vencerlas sin cuartel. «Esta noche cenaremos torrijas en el infierno», dicen que se oyó decir a los trescientos.
Acercar una torrija a la boca es una explosión de dulzura. La esponjosidad en la que se ha transformado el pan, lleva la memoria al Antiguo Egipto, y hace comprender el porqué de aquellos baños de Cleopatra en leche.
Mezclada no agitada, el blanco líquido empapa el pan y le infiere una ternura indescriptible. En ese punto de paganismo, la torrija rivaliza en número de adoradores con los que tuvo el dios Ra. Una torrija bien mullida recuerda el colchón en el que durmió el pequeño príncipe Moisés, tras ser rescatado del bíblico río. Y qué decir de las mastabas, cuyo diseño inspiró la forma coetánea de las torrijas en el mundo católico y romano.
¡Oh, amada torrija! ¡A ti elevamos nuestras plegarias en estos días! ¡A ti los paseos furtivos y nocturnos a la cocina! ¡A ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle sin azúcar! ¡Por ti caminamos, sonámbulos y dormidos, a las confiterías y despensas! ¡Ea pues señora, torrija nuestra, y muéstranos esos dorados, fruto bendito del aceite, para que podemos alcanzar y saborear las maravillas de la repostería eterna! Dulce Amén.