Foto: Patricia González

La pluma y la espada - Cantar de Mío Cid

‘El Cantar’, obra cumbre y piedra angular de la lengua española (II)


Tras la muerte de Rodrigo Díaz de Vivar, la gran épica sobre el Cid se convirtió en un auténtico símbolo en un momento en el que Castilla más lo necesitaba

Antonio Pérez Henares - 05/12/2022

Comencemos esta segunda parte con una pregunta. ¿Por qué es más de un siglo después de la muerte de Rodrigo cuando el Cantar acaba alcanzando su cenit? La respuesta es muy sencilla: porque es el momento en el que Castilla lo necesita más que nunca.

El rey Alfonso VIII había tenido un futuro fructífero desde su llegada a la mayoría de edad, casado con la reina Leonor de Plantagenet, normanda, hermana del rey inglés Ricardo Corazón de León, y desde que arribó a Castilla, con tan solo 10 años, la más leal y entregada a su esposo y al reino del que fue una de las más grandes reinas. Ahí están Las Huelgas en Burgos o la catedral de Cuenca, reconquistada por su marido, para atestiguarlo.

Todo se iba a truncar en el desastre de Alarcos (1195), donde la temeridad excesiva de Alfonso VIII concluyó en la más espantosa derrota, quedando Castilla sola, tan solo con el apoyo de Aragón, y en gravísimo peligro ante el ataque del nuevo, y aún más terrible y fanático que el almorávide, imperio almohades y el de los reinos de León y de Navarra, que en connivencia con ellos se lanzaron contra las fronteras castellanas por todos los lados. Resistieron y también lo hizo Alfonso. Logró, a la postre y tras casi un lustro de agobio, firmar tregua y comenzar a reponerse. Y a prepararse para la revancha. Para lo que luego sería la trascendental batalla de las Navas.

Es en ese clima cuando el Cantar se convirtió en un himno y los malos quedan señalados, sin que quepa duda alguna, los moros, que ya son ahora un todo. Ya han desaparecido los reinos de taifas y los acuerdos y parias, encabezados por terroríficos ejércitos, y los acomodaticios leones, los cobardes infantes que viven cómodamente y al resguardo, lejos de la frontera, mientras los castellanos sufren los embates islámicos.

Para ello, para enfrentarlos, el Cantar tira de sus dos grandes y recientes héroes, aún vivos en la memoria de la gente, el Cid y Álvar Fáñez, ambos burgaleses, ambos ya cantados, el Cantar de Almería, donde se dice que si a uno le preguntaran quien fue mejor de los dos, ambos contestarían que el otro. Aunque en la historia actuaron casi siempre por separado, en su juventud lo hicieron juntos. Como los jóvenes guerreros más brillantes de Castilla, le habían dado a Sancho II la victoria en Llantada y Golpejera contra su hermano Alfonso, al que luego sirvieron ambos, casando con damas de altos linajes, Jimena, hija del conde de Oviedo y con sangre real en las venas, y Elio, hija del conde Ansurez, el más poderoso, cercano y fiel vasallo de Alfonso VI. 

Exiliado Rodrigo, Alvar dudosamente pudo acompañarle al destierro (1081), pues un año y pico después ya mandaba Zorita y en el 1084 estaba con el rey en el cerco definitivo a Toledo, que acabó cayendo en 1085. Le llevó escoltado a Al Qadir para entronizarlo en Valencia y ocupara toda la tierra de los Di-il-nun hasta Cuenca, «la tierra que fue de Alvar Fañez», dicen las crónicas. Su historia será luego una tenaz defensa, una enconada resistencia ante un enemigo muy superior, sobre todo tras su victoria de Uclés (1108) y donde aguantó a duras penas, reponiéndose de derrotas y contratiempos, y logró mantener, aunque con agujeros (pérdidas de Oreja y Alcalá de Henares), la línea del Tajo, volviendo a salvar Toledo.

Ambos, Rodrigo y Alvar, habían sido muy firmes aliados. A la muerte del primero y la retirada de Jimena de Valencia (1103), Alvar acudió con el rey Alfonso para evacuarla, le dejó sin el último dique de contención y los embates fueron cada vez peores y angustiosos tras la citada derrota de Uclés. Pero resistió, aunque fuera a morir luego en 1114 a manos cristianas, y ya con 70 años, de los partidarios del rey aragonés Alfonso I el Batallador, quien casado y separado después de la hija de Alfonso VI, Urraca de León y de Castilla, a la que Alvar había jurado a su padre defender en su lecho de muerto, pretendían apoderarse de gran parte de sus territorios.

¿Una única pluma?

Los dos héroes conjuntados y hermanados, como tal vez lo estuvieron en la vida real familiarmente, son con la primacía de Rodrigo Díaz de Vivar, las enseñas de Castilla, su símbolo y su ejemplo. Y ese es el alma del Cantar.

Que en la composición final que ahora conocemos da, además, y ante todo, un impresionante salto adelante, y como decía al principio de todo, un hecho fundamental en la eclosión y expansión de una lengua que se convierte en universal con los siglos. Y lo es ante todo por una causa. Porque el Cantar del Mío Cid es de una estremecedora belleza, de una impactante altura literaria, una monumental obra maestra, una inmensa novela versificada y un maravilloso poema. Su autor, o autores, pero desde luego uno final, es un verdadero genio, una cumbre de nuestra literatura a la altura de los más grandes.

Porque lo que tampoco cabe duda es que la obra es un todo y ha sido compuesta en su arte final por una misma y magistral mano. ¿Es Per Abbat, Pedro Abad, o sea, un venerable clérigo, posiblemente fraile de alguna orden, quien pudo beber de otros autores anónimos anteriores? Puede que no. Pero también puede que sí. Hasta el momento, es el único nombre. 

Tampoco tenemos su letra, pues el ejemplar llegado hasta nosotros es una copia del escrito o copiado por el Abad Pedro y realizada por un amanuense hacia el año 1325, o sea, otro siglo largo después. Este es el único manuscrito que se conserva y que, conocido como Manuscrito de Vivar, está ahora custodiado en la Biblioteca Nacional de España.