Después de navegar por la galaxia mágica del Ulises (novela en la que como en el Quijote cabe todo) me fui a los poemas Joyce, porque nunca he sentido tanta poesía con tan pocas palabras. El autor irlandés es con Cervantes y Proust (lo leo también en Muñoz Molina) el que cierra mi trilogía del amor a la literatura, y no me importaría que me desterraran a una isla desierta si me llevaba las tres grandes obras de esos genios. Hay más, pero me pasaría la vida leyéndolos y solo echaría de menos a Shakespeare, por quien suplicaría a mi carcelero que me lo pusiera en los ojos para poder vivir.
El libro de Joyce tiene no más de cien páginas, y ni Neruda, que escribió miles, ni ningún otro poeta puede decir que su obra mejora estos pocos poemas. La voz del invierno se escucha en la puerta, dice, y mientras me desperezo se mezclan en mi cerebro las frases de Stephen Dedalus con versos perdidos que sobrevivieron en la noche. Cuando abro la ventana siento que el viento no suena, sino que grita a los árboles una canción de la vida. Mientras tintinean las farolas su última luz el sol ya reina como una gran campana silenciosa y feliz. Hay un poema de Joyce (XXXVI de Música de cámara) que me inspiró el poema más triste que he escrito en mi vida. Está en El sueño del amor (XXXIV) y su llanto por el amor frustrado termina con las palabras del Cristo mirando al cielo, preguntando al Padre la razón de su dolor y soledad. «Mi amor, mi amor, mi amor, ¿por qué me has dejado solo?», escribe Joyce en dos versos que creo valen más que muchos de los libros que he leído en mucho tiempo, pues no hay mejor manera de terminar un poema de dolor que emulando la angustia del Cristo.
Si el gran torrente verbal que es el Ulises no es un ejercicio cerebral impenetrable, sino una novela tan populosa de personajes como el Quijote, como dice Muñoz Molina, la poesía de Joyce es la más íntima, hermética, sugerente que he leído. «Ciégame con tu oscura cercanía oh ten piedad, amado enemigo de mi voluntad». Los hallazgos poéticos te devoran el silencio hondo. Encuentras la belleza más rica de las palabras como semillas de eternidad en tu mente. Un verso puede herirte o alimentarte de luminosa espiritualidad. «¡Cesa, silencioso amor! ¡Destino mío!». Jamás he leído una visión tan profunda y enigmática de la libertad. Despertar y aún con los ojos nublados acercarlos al alba rojiza, y leer unos versos de Joyce es un gran desayuno para la mente. Te enfrentas al día con el sentimiento de que otra luz invisible nos rodea, otra realidad, de que todo no es lo que ves, que hay una voz muy lejana que está muy dentro de nosotros y que lo aclara todo si queremos escucharla.