Luis Miguel Romo Castañeda

Tribuna de opinión

Luis Miguel Romo Castañeda


Estoy preparado para morir

22/06/2022

Estas fueron las palabras que el mayor mago de Hogwarst, Harry Potter, profirió contra su peor enemigo, Lord Voldermort. He decidido traerlas porque hace unos días tuve el honor de poner broche final al ciclo de charlas por Vega Baja de Toledo en la Biblioteca de Castilla-La Mancha. Fue un privilegio, pues pudimos filosofar sobre muchas cosas. Entre ellas, la exponencial falta de valor en la ciudadanía. Situación que me viene hoy al pelo para traerles una palabra hoy algo fea: valentía. Si, como ya defendió Sófocles, somos per se egoístas, la valentía, en nuestra historia, ha brillado muchas veces por su ausencia. Pero ¿qué es exactamente este concepto? ¿Qué es la valentía? Si acudimos al DRAE, el poder de «acometer una empresa arriesgada a pesar del peligro que suscita». Lo ejemplifica a la perfección la escritora Suzanne Collins en un pasaje de Los Juegos del Hambre, mediante la infranqueable Katniss Everdeen: «Sé que tengo oponentes difíciles contra quienes enfrentarme. Pero ya no soy meramente una presa que corre, se esconde y toma medidas desesperadas».
La valentía fue hábilmente estudiada por Aristóteles en Ética a Nicómaco, donde la describe como el comportamiento que «carece de miedo con relación a una muerte honrosa y en cuantas circunstancias acarrean la muerte siendo repentinas». Comportamiento que necesita de práctica, pues añade el griego que «nos volvemos valientes realizando actos de valentía». Comportamiento que no puede ponerse en práctica al 50%, pues no es una habilidad puntual, sino una virtud permanente, que por supuesto, no debe encubrir intereses particulares. Quien ejecuta esta actitud, el valiente, es una persona auténtica, justa y persistente. Y, sobre todo: paciente. Ve a través del engaño y las mentiras. Resiste activamente a cualquier tiranía. Persigue la honestidad intelectual y el fin noble. Y arriesga su propia vida al denunciar frontalmente cualquier ataque al honor y bien común. Aunque no se engañen, es consciente de su fragilidad. Sin embargo, «no siente miedo, sino que lo conquista», añade Nelson Mandela. No se considera propiedad de nadie, va de frente y está dispuesto al sacrificio. Porque siente que es su deber. Y lo siente porque, al igual que Juana de Arco, María Pacheco o Martin Luther King, vive una vida guiada por la razón.
Sin embargo, para Aristóteles, este comportamiento se encuentra en un punto medio, entre el polo de la confianza desmedida y el miedo extremo. El primero, el de la confianza desmedida, se materializa en la temeridad. Su discípulo, el temerario, es víctima de su propio fanatismo. Se comporta como un terminator del miedo, pero, por su exceso de confianza, es inservible para ejecutar una acción justa. Puede ser agotador, pues su necesidad de dinamitar hasta las comidas del domingo, le convierten en devoto de la intolerancia. Sus argumentos están configurados desde la ira. No están programados desde la razón, sino la emoción. Ergo, sus actos no son valientes, sino combativos. Y, por tanto, no persiguen un fin noble, sino imprudente. Así lo advierte nuestro querido Don Quijote: «Sancho, la valentía que no se funda sobre la prudencia se llama temeridad». Por otro lado, en su polo opuesto habita la actitud del miedo: la cobardía. Un estomagante comportamiento que, hasta para el mismísimo Mahatma Gandhi, es peor que la violencia. Quien lo practica, el cobarde, sufre un extraordinario complejo de inseguridad y falta de autoestima. A diferencia del valiente, no se siente frágil, sino débil. Y en comparación del temerario, sufre una pulsión romántica por el miedo. Para Pérez-Reverte, es tal su temor, que baila las danzas del vientre necesarias con tal de mantenerse escondido, alejado del peligro, mientras espera a que el valiente sucumba o se vaya con la música a otra parte. Se camufla bajo todo tipo de trajes, pero siempre con correa y bozal. A veces, si sus habilidades son ventajosas, su dueño le enseña a cazar carne fresca. Y con suerte, le tira el hueso y le da su recompensa.
Lo desolador es que, ante una sociedad cada vez más narcotizada por la comodidad, inmediatez y sobreestimulación, estemos coartando nuestro sentido del deber por la disolución de la razón. Lo que implica la subida de la prima de riesgo de valentía ante la falta de aventuras, dificultades y riesgos. Ignoro si dejaremos este mundo en un estado mejor, pero, como mínimo, no deberíamos dejarlo peor. Y puesto que la valentía es la madre de todas las virtudes, es preciso que evitemos a toda costa su extinción. Naturalmente, hay recetas que pueden contrarrestar este rumbo. La primera, la educación en valores. El fomento del autorrespeto, la defensa del esfuerzo y la naturalización del error, así como el control de la atención, la inculcación de la paciencia y el respeto por la disidencia, deben implantarse desde que somos renacuajos en charca. La segunda receta, la defensa a ultranza de nuestra alma mater, la filosofía. Pues su refugio es el de la libertad. Casi siempre aprendemos a pensar por imitación. Y, por tanto, y como ya manifestó Albert Camus, recuperar modelos a los que emular no es deber sino obligación. Esto debemos tenerlo muy presente los educadores de adolescentes, pues, precisamente, la condición de estos jóvenes es considerar que no ha existido mundo anterior a ellos. Por eso, para el cuidado de nuestra polis, necesitamos de héroes que nos inspiren, desde el mitológico Prometeo hasta nuestros propios padres. Y, la última receta pasa por la práctica. Quiero decir, de desafíos reales que fortalezcan nuestro ser. Desafíos que vayan desde la práctica de atletismo hasta la defensa de Vega Baja de Toledo. Aunque, insisto: esto no son más que recetas, no ofrecen garantías, pero pueden ser un aliciente para quienes, ante abusos neofeudalistas, no cedemos ni un milímetro en la defensa del Estado del bienestar y los Derechos Humanos. Porque todos podemos ser valientes. Todos podemos amar y pelear. No solo por nuestro honor, sino por el de todos.