Editorial

El discurso más difícil del Rey

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En poco más de 48 horas, el Rey pronunciará uno de sus discursos a la Nación más difíciles de su Magistratura en un escenario de crisis institucional que implica a los tres Poderes del Estado y al propio Tribunal Constitucional. En su tradicional intervención navideña, el Monarca repasa y analiza algunos de los acontecimientos ocurridos en el año que se cierra y, dentro de su escrupuloso papel constitucional, no ha obviado algunos de los temas polémicos que han salpicado su reinado, caso por ejemplo, de la dimensión ética de las actuaciones de su padre el Rey Juan Carlos, la feroz crisis económica o el desafío independentista en Cataluña.

Esta alocución de Nochebuena que -no hay que olvidar- se dirige a la Nación, a la ciudadanía, tiene ya por sí misma un gran contenido simbólico como referente indiscutible de permanencia y fortaleza institucional de la democracia española. Por ello, es razonable que Felipe VI se refiera a esta crisis que degrada y debilita a las instituciones, desgasta a la propia democracia e impulsa discursos populistas de uno u otro signo. Sin embargo, sería absurdo reclamar al Monarca su implicación en un conflicto creado fundamentalmente por la ausencia de escrúpulos de quienes tienen un deber moral de ejemplaridad, que no son otros que los titulares de los Poderes del Estado. Las leyes que regulan el funcionamiento de las instituciones democráticas del país son homologables a las de otras naciones occidentales y, sin embargo, la miopía partidista con la que se han desenvuelto los distintos actores políticos y judiciales desde hace décadas han llevado al país a un profunda crisis que corre el riesgo de acentuar el desencanto con el propio sistema democrático.

Reside por lo tanto en los partidos políticos la responsabilidad y la obligación de encontrar una salida consensuada a la actual situación sin violentar el espíritu de la Carta Magna en cualquiera de los sentidos. De paso, también los corresponde a ellos encontrar fórmulas duraderas para garantizar la separación y la autonomía de los Poderes del Estado en el ámbito de sus actuaciones.

Ni es responsabilidad del Rey ni constitucionalmente es posible intervenir en la disputa. El papel del Jefe del Estado es fundamentalmente simbólico y sus funciones de arbitraje y moderación deben realizarse desde una escrupulosa imparcialidad y neutralidad política y deben residir más en su auctoritas o capacidad de persuasión dialéctica que en un poder real de decisión ajeno a cualquier sistema democrático. En este sentido, la Monarquía parlamentaria del siglo XXI debe estar más cerca de las potestades que el teórico inglés Walter Bagehot le atribuyó hace ya siglo y medio de animar, advertir y ser consultado que de la tradición intervencionista y los partidos y las instituciones democráticas, verdaderos protagonistas del sistema, se deben cuidar de instrumentalizar, ahora y siempre, la Corona en su propio beneficio.