Ana Nodal de Arce

Me la juego

Ana Nodal de Arce


Unos cuantos jóvenes

24/03/2022

Que la pandemia nos ha cambiado a todos es evidente. Pero hoy quiero hablar de los jóvenes, un colectivo que dio ejemplo de saber estar durante la época más dura del confinamiento, renunciando a ese afán por comerse el mundo propio de su edad y que asumió la responsabilidad de cuidarse y mimar a los suyos, con una madurez que nos hizo confiar en que las generaciones futuras serían mejores que las nuestras.
No me malinterpreten: sigo pensando que la mayoría de nuestros chicos y chicas representan esos valores, esa actitud, esa capacidad que se les ha exigido en tiempos convulsos y distópicos como los actuales. Se han visto obligados a superar sus propias expectativas y lo han conseguido con nota. Pero, ¡ay!, junto a ellos se ha gestado un grupo de caprichosos, que parece empeñado arrasar, en convertir el espíritu de rebeldía en gamberradas dañinas que otros, los padres, taparán.
Hablo de chicos y chicas que no se pueden etiquetar en una clase social concreta o en un nivel de formación específico. Son chavales que atentan contra el mobiliario urbano, que beben como si no hubiera un mañana, que gustan de hacer ruidos, si molestan mejor, y que desconocen el significado del civismo. Muchos han superado la  adolescencia, saben bien lo que hacen y carecen de valores. ¿Por qué? Los tiempos han cambiado mucho respecto a mi infancia y mi adolescencia, cierto. Y no siempre a mejor. Los que nacimos en los sesenta teníamos claro que si incumplíamos las reglas, obtendríamos un castigo. Y, cuidadito, que eso no se discutía. Y  éramos rebeldes, como los que más. Y nos divertíamos. Y hacíamos pellas en la escuela o en el instituto de vez en cuando, que está todo inventado. Pero no era en balde. El respeto estaba por encima de esos desatinos puntuales. Y era un valor sagrado.
Ahora, y sé bien lo que digo, hay  jóvenes, demasiados, que no valoran su patrimonio, no luchan por sus derechos esenciales, aunque andan sobrados de motivos. No los veo yo movilizados por cuestiones como la vivienda o el empleo, cuya precariedad sufren con saña. No se molestan en exigir que los planes de estudio rocen la excelencia, que se potencien las humanidades, que las letras, ortografía incluida, se impongan ante el aprobado a cualquier precio y que la universidad o cualquier otro centro que elijan, les prepare para ser los mejores cuando se enfrenten a una sociedad más competitiva que la de sus padres, pero también repleta de oportunidades que ellos no tuvieron.
Es momento de pararse a reflexionar en qué nos hemos equivocado. Apuesto por huir de la radicalidad, del discurso dogmático que se ha extendido como una plaga durante la pandemia: ultraderecha, fascismo, comunismo. Venga ya. Dejemos que el inconformismo juvenil se transforme en valentía. Me quedo en Toledo, donde la historia de tolerancia y justicia tiene capítulos tan sobresalientes como el de los Comuneros y donde, cinco siglos después, hay motivos para alzar la voz. Y no me refiero a un aparcamiento. Luchad por vuestro Tajo, por vuestra Vega Baja, por mantener intacto vuestro Patrimonio de la Humanidad. Clamad contra el amianto. Exigid a los gobiernos vuestros derechos, pero nunca renunciéis a vuestras obligaciones. Abrid nuevos caminos, pero sin olvidar vuestras raíces. Sin ellas, no somos nada. Vosotros, tampoco.