Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


El rey emérito

13/09/2021

Ahora entendemos el monumental enfado de Iñaki Urdangarín cuando, durante el juicio, el fiscal le inquirió acerca de determinadas comisiones, y él, muy digno, muy  jaque, replicó: «Jamás fui un comisionista». El enojo tenía una explicación: el juez acusador, sin saberlo, estaba nombrando la cuerda en casa del ahorcado. Y, como Juan el Bautista, bien habría podido en ese momento hacer de profeta, anunciando: «Detrás de mí vendrá alguien cuyas sandalias no soy yo digno de desatar».
Evidentemente, hasta ese momento la Casa Real era un mausoleo inviolable de puertas adentro. Urdangarín, por su torpeza, fue el chivo expiatorio. Pero estaba claro que algo olía a podrido en Dinamarca, y los medios, ávidos de carroña, se lanzaron sobre la presa, de tal modo que lo que era un escándalo a voces, se convirtió en portadas de la prensa sensacionalista. La presa que hasta entonces había refrenado las turbias aguas de La Zarzuela, se resquebrajó y el estallido dejó al descubierto las miserias de un monarca que ya figuraba en los libros de Historia de España, con letras de oro, como el restaurador de la democracia.
Fue, qué duda cabe, un duro palo para los monárquicos, y un momento de júbilo para los añorantes de la república, que vieron en la herida luminosa una brecha por la que necesariamente la Monarquía restaurada por Franco acabaría desangrándose. Hubo que hacer juegos malabares para contener la hemorragia. La pobre imagen de don Juan Carlos I, a la salida del hospital, pidiendo perdón al pueblo español: «Lo siento. No lo volveré a hacer», fue realmente patética. Nunca se había parecido tanto físicamente a su ancestro Carlos IV.
Ignoraba el monarca que, para entonces, alguien había abierto ya la Caja de Pandora, y que lo que le esperaba era el calvario. Sin duda se acordó esos días del bueno de Sabino Fernández Campos, de sus consejos y advertencias acerca de la peligrosa caterva de aduladores y turiferarios con los que había hecho causa común por aquello de que, como decía Pascal, «un rey sin diversiones es un hombre lleno de miserias»; y él se aprovechó al tiempo que otros se aprovechaban de él.
Debió de ver con horror cómo la estima de sus súbditos caía por los suelos en la medida en que su vida licenciosa y determinadas cantidades de euros injustificadas se hacía pública. Luego apareció la omnipresente mujer, Corina, una de esas princesas de opereta que figuran invariablemente junto a todo hombre derrotado como Marco Antonio. La hemorragia ya apenas se podía contener: cuentas en Suiza, ansias desmedidas de labrarse una fortuna digna de un rey de España, rumores de toda índole en una coyuntura histórica terrible, con Cataluña en pie de guerra y los ‘podemitas’ lanzados a su yugular. Felipe VI no tuvo más opción que aconsejarle poner tierra por medio.
Tener todo al alcance de la mano y tirarlo por la borda es propio de seres ciegos. Cuando salió hacia los Emiratos Árabes también debió de acordarse de su tatarabuela Isabel, la de ‘los tristes destinos’. El problema es que él estaba solo; abandonado por todos, transformado ya en víctima propiciatoria, convertido en un problema que no cesa, que se agranda como veíamos hace una semanas, cuando una nueva y más grave acusación se cernía sobre él, esta vez como ‘comisionista internacional’, que, de probarse, sería otro nuevo zarpazo al trono y, sobre todo, a su figura definitivamente mancillada. Esperemos, por su bien, y por el de todos los españoles de bien, que así no sea, pues, de lo contrario, otro nuevo Ortega podría decir, emulando su célebre frase acerca de Castilla y España, «él, don Juan Carlos, hizo la monarquía parlamentaria, y él la deshizo». Agarrémonos, pues, a la presunción de inocencia como el que se aferra a una rama ardiendo para no caer al precipicio. Pero a nadie se le oculta que el problema en que el ‘emérito’ se ha tornado tiene mala solución.