Cuando Vladimir Putin comenzó a bombardear a la vez Ucrania y el siglo XXI justo hoy hace un año, difícilmente conjeturó que fallaría tan estrepitosamente. No ha logrado ninguno de sus objetivos y doce meses de derramamiento de sangre han producido a las tropas rusas ganancias que hoy se pueden medir en metros. El hecho de que la nación soberana y democrática de Ucrania haya sobrevivido, inquebrantable e invicta, es el resultado más notable del conflicto hasta el momento. Pocos esperaban que aguantara más de unos pocos días y pocos esperaban también que el poderoso ejército ruso actuara de manera tan incompetente. Gracias a la valiente resistencia de los ucranianos y al apoyo de los países occidentales con armamento, inteligencia y financiación, y también a los errores del Kremlin, lo que se presumía un paseo militar ha llegado a un punto de peligroso enconamiento tras dejar durante 365 días un reguero de sangre y vidas.
La invasión ha cambiado el mundo de una forma inimaginable antes de esa fecha. Las relaciones posteriores a la guerra fría saltaron por los aires, la UE está más unida que nunca y se ha dado un sentido a la languideciente OTAN. También ha causado una inmensa perturbación económica. Las frágiles cadenas de suministro postcovid sufrieron aún más, lo que alimentó una crisis de precios que sufrimos sin perspectivas de pronta mejoría. Ha quedado dolorosamente demostrada la excesiva dependencia de Europa del gas y el petróleo rusos. Cuando las sanciones occidentales apretaban, Putin convirtió el precio de la energía en armas, y buscó una alianza más estrecha con China pero el gigante asiático, siempre al acecho mientras el tradicional orden internacional se desmorona, sigue haciendo malabarismos y cultivando una cuidadosa ambigüedad.
Los vientos de guerra siguen soplando y cada vez con más fuerza. La diplomacia ya no es que se haya atascado en el pantano de un conflicto global por el poder geoestratégico, sino que en realidad retrocede. La escalada de declaraciones belicistas ha alcanzado estos días su punto más álgido con el intercambio de mensajes entre Putin y Joe Biden, cargados de reminiscencias a una retórica de los años que siguieron a la II Guerra Mundial. Moscú blande de nuevo la amenaza nuclear, una carta que ya ha jugado más veces pero que ahora escala de farol a riesgo real al suspender el último tratado de desarme nuclear aún vigente entre Rusia y EEUU. La gran diferencia es que la Guerra Fría tenía sus códigos, sus reglas y dos superpoderes que las hacían cumplir. Hoy Putin se siente amenazado y es imprevisible, lo que le hace aún más peligroso. A menos que sea completamente derrotado en Ucrania, sus ambiciones revanchistas serán difícilmente controladas. Debemos acelerar el apoyo occidental porque el camino que siga Ucrania definirá en gran medida el futuro de los que viven en la periferia del antiguo imperio soviético y, por ende, el del resto del mundo.