Miguel Ángel Collado

Alma Mater

Miguel Ángel Collado


Indignación de los contribuyentes cumplidores y descrédito de la justicia constitucional

04/11/2021

La Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el llamado impuesto de plusvalía es un agravio a los contribuyentes que cumplen rigurosamente con las obligaciones tributarias impuestas por el legislador. Según dispone el fallo que declara la inconstitucionalidad y nulidad de la regulación de la base imponible del impuesto, esa declaración de nulidad no podrá ser invocada por los contribuyentes que, a día 26 de octubre, hayan pagado sin presentar reclamación, o la hayan visto desestimada definitivamente, a la liquidación que les practicó el ayuntamiento correspondiente o sin instar la rectificación de la autoliquidación que el propio sujeto pasivo realizó. Esto significa que la sentencia  hace de peor condición al ciudadano honesto cumplidor de la ley (que después se declara inconstitucional) respecto del contribuyente que defraudó inicialmente el pago de ese mismo impuesto y al que, lógicamente, no se le podrá no ya imponer una sanción sino ni siquiera reclamar el pago del impuesto.
El Tribunal, pues, sigue el precedente de la STC 45/1989, de 20 de febrero, relativa a la tributación conjunta en el IRPF. Si las exigencias del principio de seguridad jurídica podrían  justificar que no se revisen las actuaciones administrativas firmes, no hay fundamento, salvo el recaudatorio,  para no poder revisar las liquidaciones administrativas que no hayan adquirido firmeza ni las autoliquidaciones que, no olvidemos, son meras actuaciones de los contribuyentes en cumplimiento de un deber y en las que la única actividad administrativa es la de recepción del ingreso por el sujeto pasivo por lo que su rectificación puede ser instada por el contribuyente de acuerdo con la Ley General Tributaria, lo que ahora le niega el Órgano de tutela de los derechos fundamentales de los ciudadanos con una sentencia que, al precisar el alcance y efectos de la declaración de inconstitucionalidad y nulidad, va más allá de lo que disponen los artículos 38 y 40 de la propia Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.
Qué sensación de injusticia sentirá el ciudadano cumplidor. Ello es muy grave pues contribuye, sin duda, a aumentar la desafección de la ciudadanía hacia las instituciones. Esa pérdida de fe en el sistema y los poderes públicos es el primer problema en una sociedad democrática. Esto es más dañino que el hecho, cuya importancia es obvia, de que la Administración, en este caso las Corporaciones locales, dejen de recaudar unos miles de millones. Evidentemente, los ingresos públicos son esenciales y más cuando su cuantía es tan relevante, pero es deber de los responsables públicos encontrar la fórmula para subvenir a ellos de acuerdo con los límites que marca el ordenamiento jurídico. Los impuestos son obligaciones legales que gravan manifestaciones de riqueza. Si no se respetan ni las exigencias formales (ley válida) ni las materiales (gravar en este tributo manifestaciones de capacidad económica,  en principio, en función de la cuantía real del incremento del valor del terreno objeto de una transmisión onerosa o de una adquisición lucrativa) no puede obligarse a nadie a pagar, por mucho que sea necesaria esa recaudación para la Administración, salvo que recurramos a otra figura que ya no sería un tributo.
Ciertamente, la Hacienda municipal necesita contar con recursos económicos. Pero también sus vecinos, que se han visto obligados a pagar unas sumas de dinero indebidamente. ¿Por qué, entonces, el Tribunal Constitucional se considera en el deber de proteger a los ayuntamientos perjudicando a los ciudadanos? ¿No es el Alto Tribunal el garante de la Constitución y no es la Constitución la Norma que regula tanto el ejercicio de los poderes del Estado, entre ellos el legislativo, como la Carta de Derechos, Libertades y Deberes de los ciudadanos? Resulta que el Tribunal asume el coste institucional de salvar la situación creada por el legislativo y arrostrar el descrédito institucional que su fallo  genera entre el ciudadano corriente y honesto, y lo hace, además,  después de recordar que es el legislador estatal a quien compete garantizar la suficiencia financiera de las entidades locales.