El rostro desconocido de Pedro de Loaysa

Vicente Molina
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Una fotografía permite completar el hasta ahora fragmentario conjunto funerario de los sepulcros del Cardenal Fray García de Loaysa • Tras cinco siglos en el anonimato, se pone rostro a la figura orante de Pedro de Loaysa

La figura de Pedro de Loaysa aparece en actitud orante. - Foto: CSIC.

Un día festivo, nuestra ciudad recupera a uno de sus «hijos» y con él parte de su desaparecido y, por qué no decirlo, desconocido patrimonio artístico. Si bien es cierto que sólo se trata de una fotografía, ésta nos permitirá completar el hasta ahora fragmentario conjunto funerario de los sepulcros del Cardenal Fray García de Loaysa y de sus padres, Don Pedro de Loaysa y Doña Catalina de Mendoza, del monasterio dominico de Talavera de la Reina.

La labor de investigación llevada a cabo durante más de tres años en distintos departamentos universitarios, centros de investigación y archivos me brindó la oportunidad de devolver o, mejor dicho, de rescatar para mi ciudad una pequeña parte de su desaparecido patrimonio. Sacar a la luz una figura de esta calidad e importancia pone de relieve que todavía hoy es posible seguir sumando y, precisamente, esa es nuestra intención, aportar un elemento más al debate científico en torno a la escultura funeraria toledana del siglo XVI.

En este sentido, es preciso advertir que ya Juan Nicolau Castro puso de manifiesto la importancia de este conjunto funerario a través de un magnífico artículo publicado en el año 2003 en la revista Archivo Español de Arte; estudio que, dicho sea de paso, a pesar de esta laguna de carácter gráfico obtuvo unos resultados difícilmente mejorables. Pese a que estos monumentos no posean una autoría fáctica, todo apunta, tal y como indica el citado profesor en su riguroso trabajo, a que el encargo pudiera haber recaído sobre el taller toledano de Felipe Bigarny y que, con toda seguridad, se deba fechar hacia la cuarta década del siglo XVI, es decir, poco tiempo después de la consagración del templo, acaecida en 1536. Asimismo, cabe señalar que la tipología adoptada en estos sepulcros que nos ocupan, la de arcosolio, responde a uno de los modelos más consagrados y reiterados de la escultura funeraria española de la primera mitad del siglo XVI. El hallazgo de este documento gráfico resulta realmente interesante al constatar ciertas similitudes estilísticas con los repertorios del referido taller, así como la presencia de rasgos de tendencia italianizante que posiblemente se deban, tal y como asevera la profesora Isabel del Río la Hoz, a la masiva afluencia de artistas extranjeros de los que se nutrían los talleres del maestre Felipe.

La figura de Pedro de Loaysa, situada en sus orígenes bajo las arquitecturas contenedoras de los arcosolios, aparece en actitud orante, arrodillada sobre un cojín que se decora en sus esquinas con borlones y que, a su vez, éste se levanta sobre una grada o estrado. La talla, ataviada con arnés, presenta una extraordinaria calidad técnica y una esmerada factura, especialmente el rostro de nuestro ínclito personaje en donde se advierten ciertas reminiscencias e influencias italianas. La rigidez formal en sus gestos y en su indumentaria contrasta con la elegancia y gracilidad de los bucles de la barba y su cabello ondulado. Su actitud denota un noble y hondo sentimiento acentuado por la posición de sus manos y su mirada fija y penetrante, conducta propia y muy familiarizada con la historia de las mentalidades y los comportamientos sociales ante la muerte. Según lo dicho resulta muy apropiada la célebre frase un buen morir honra toda una vida. A partir de esta idea el hombre, en su transición de la Edad Media a la Edad Moderna, trabajó una buena muerte, convirtiendo esta realidad en canon de conducta. Esta nueva mentalidad trajo consigo que tanto el espacio como la situación del difunto en la iglesia cambiaran ostensiblemente de modo que en lo sucesivo se erigirían suntuosas sepulturas que perpetuasen la memoria y la salvación eterna del finado. No olvidemos que en este periodo, como en otros, la imagen traspasa el umbral del arte, es decir, de algún modo se antepone el significado de la obra sobre la plástica de la misma.

Finalmente, cabe decir que el principal objetivo de nuestra investigación no se centra en cuestiones relativas a su autoría, estética o factura –aspectos bien estudiados por Nicolau Castro-, sino que se ciñe al devenir histórico de estos cenotafios y al paradero actual de la estatua orante de Don Pedro de Loaysa, figura de la que, según afirma Luis Jiménez de la Llave en un texto fechado en 1866, ya se había perdido el rastro. Lamentablemente, se desconoce bajo qué condiciones legales pudo salir la pieza objeto de nuestra investigación. A este respecto, es preciso destacar dos nombres propios que podrían relacionarse con la desaparición de esta talla, Rafael Villarejo y su hijo Tomás, primeros propietarios del exconvento de Santo Domingo tras el periodo desamortizador iniciado por Mendizábal y continuado por Madoz. Siguiendo las palabras del historiador local, Ildefonso Fernández Sánchez, Rafael Villarejo, vecino de Talavera, adquirió el antiguo convento hacia 1848 y en él instaló una fábrica de tinajas. La misma fuente documental asevera que unos años después su primogénito tuvo numerosas propuestas por parte de anticuarios extranjeros para que les vendiera los ornamentos litúrgicos (báculo, mitra, anillo, etc.) del Cardenal Fray García de Loaysa; peticiones que, según sostiene el aludido Fernández Sánchez en su Historia de Talavera, desestimó rotundamente en reiteradas ocasiones.

La realidad es que no sabemos con certeza si fue en este contexto o, por el contrario, tras mantener distintos pleitos con el ayuntamiento de Talavera de la Reina por la propiedad de las sepulcros (se hace necesario recalcar que la Real Orden de 2 de Abril de 1836 declaraba que la enajenación de dichas fincas se entiende siempre hecha con exclusión de todos los objetos artísticos o monumentales que los mismos puedan contener, cuya propiedad se reserva siempre el Estado y queda a disposición de las Comisiones Provinciales de Monumentos, que pueden recogerlos y coleccionarlos en los Museos de Antigüedades o de Bellas Artes según los casos...), cuando pudo «desaparecer» la estatua orante de Don Pedro de Loaysa. Por otro lado, quizá el año 1897 se presente como otra fecha clave, dado que es por entonces cuando Doña Elena de la Quintana, propietaria desde 1893 del desamortizado convento, inicia los primeros trámites para restaurar los sepulcros, labor que confiaría al reconocido marmolista talaverano Juan José Perales. Posiblemente, la acaudalada viuda de Don Juan Nepomuceno de Peñalosa y Contreras trató durante esos años de recuperar y reunir de nuevo a los padres del fundador y mecenas de esta magnífica fábrica conventual, el citado García de Loaysa. Sin lugar a dudas se presenta una ocasión excepcional para unir esfuerzos y llevar a cabo una profunda investigación que arroje luz sobre el paradero actual de esta extraordinaria escultura.

Vicente Molina es historiador del Arte. En la actualidad prepara su tesis doctoral sobre el tema «Desarollo urbano y arquitectónico de Talavera de la Reina 1850-1950», por el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Salamanca