Toledo, «caballete» de Ramón

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El genial escritor, autor de una interesante guía del Greco, murió hace cincuenta años. Dedicó a Toledo, «galería exigente de fotógrafo loco», algunas de sus célebres greguerías

Toledo, «caballete» de Ramón

Ramón Gómez de la Serna dedicó a Toledo algunas de sus conocidas greguerías, como «caballete de gran altura para colocar el cuadro de su propio paisaje», o «galería exigente de fotógrafo loco», «ciudad quebrantahuesos» y «empedrada de mazapanes paleolíticos». En 2013 se cumple el cincuenta aniversario de la muerte en Argentina de este gran escritor madrileño, iconoclasta y genial, autoproclamado miembro de la Orden de Toledo, eterno protagonista capaz de disputarle las muchachas de la foto al padre de Ortega y Gasset, a las puertas del convento de Santo Domingo el Real. Ramón Gómez de la Serna, Ramón a secas, compartió con Buñuel, Lorca y Marañón los suculentos ingredientes del Toledo de la Edad de Plata, desde las impenitentes noches en la Posada de la Sangre hasta la irreverencia a las puertas de los conventos de clausura, desde el deambular por las calles solitarias hasta el pasmo por la pintura del Greco, con uno de cuyos personajes imaginó una genial cena de Nochebuena que recordamos en la página siguiente.

Ramón Gómez de la Serna -al que aquí resulta sencillo confundir con su primo Gaspar Gómez de la Serna, autor de una de las guías turísticas de Toledo más difundidas a mediados del siglo XX- estableció un fuerte vínculo con esta ciudad durante los años veinte, relación que se intensificó durante los años previos a la Guerra Civil. El escritor no aparece en la famosa fotografía que muestra a Luis Buñuel disfrazado de sacerdote en compañía de Salvador Dalí en la Venta de Aires, pero bien participó de esas aventuras en las que un inclasificable humor se alimentaba de los viejos huesos de la identidad española. Ramón decía del Greco que «el clima loco de Toledo y de Madrid y sus alrededores también le alienó, como nos tiene alienados a nosotros», algo que bien podría resumir (qué más hubiera querido su autor) las correrías de la Orden de Toledo en las callejas de la ciudad, «dando traspiés de gradas, haciéndonos destemplados y sobreexcitados, dando gritos en cuevas y portales, haciendo que los austeros tengan exigencias criminales y energuménicas de virtud, queriendo en vano salvar a sus hijas». En uno de los pasajes de Automoribundia, su gran autobiografía, Ramón dedicó un espacio a relatar una de estas ‘noches toledanas’, en las que «gritábamos para que no se hiciese morado el helor».

Ortega Munilla.

Tono completamente distinto (o quizá no tanto como se crea) tuvieron sus estancias en el Cigarral de Menores, que Gregorio Marañón había convertido en obligado destino para los visitantes ilustres de Toledo. A comienzos de los años veinte participó en el homenaje que se rindió al periodista José Ortega Munilla (1856-1922), padre del filósofo Ortega y Gasset, en el entorno de Santo Domingo el Real. Por este personaje sintió Ramón un sincero cariño. Era, decía, «una de la pocas flores humanas de la ancianidad, o sea el hombre que en su vejez ve todo con un criterio juvenil, y aplica a las cosas una alegría mezclada de escepticismo, a cuya luz se sigue viendo todo con la modernidad que los ancianos, por ilustres que sean, suelen perder pasada la juventud». Con Ortega Munilla vivió una de esas noches en las que ambos formaban parte del incorregible «grupo de trasnochadores entrando a perturbar los maitines ensofiarrados de unas monjitas». «Señor virrey», le llamaba Ramón al disfrutar de «la cena caliente y refrigerante en el patio de la Posada de la Sangre», edificio que se extinguió, como las inquietas experiencias de estos creadores, con el ruido de sables de la Guerra. Allí brindaban ambos entrechocando jarros de vino, lejos del tono solemne de la placa con la que se honró al anciano periodista frente a Santo Domingo y que perdura todavía. SegúnRamón, el último momento en que ambos hablaron fue cuando el homenajeado posaba en una fotografía, rodeado de muchachas. «Ese es un gran egoísmo, maestro», le interpeló Gómez de la Serna. «Le tendremos que quitar el virreinato...». «Don José me miró entonces, me encañonó con su pipa animosa de gran marino literario, y como quien pacta con uno sólo, con el cabeza del motín, con política de virrey y gran magnanimidad, me dijo:  Venga usted... usted solo... Sólo los dos con todas las muchachas...».

Toledanos y turistas.

Ramón Gómez de la Serna recorrió las calles de Toledo y profundizó en los testimonios de viajeros y conocedores de la ciudad. En frases llenas de ingenio sintetizó como pocos autores la identidad de toledanos y turistas. De los primeros, «recalcitrantes», vecinos de una «ciudad de monjes, guerreantes y pleiteros», dijo percibir «la sombra disquisidora, casi metafísica, del pueblo judío». De los segundos, apreció la falta de orientación, las mataduras en los pies y su continua atención a las guías de viajeros. «Sólo el engaño del turista no sabe lo que es Toledo: endriago, torvo, estrado de Tribunales Supremos, epiléptico de llamadas a Dios por llamar a alguien en socorro de temblores y retorcimientos. Por eso habitó en Toledo siempre la insurgencia inconcebible».

El torrente de calificativos que dedicó a la ciudad en algunas de sus obras, junto con las conferencias que tan célebre lo hicieron dentro y fuera de España, es incontenible: «Ciudad aviadora» por estar cerca del cielo, «muela del juicio» sobre la cual pintó el Greco y «laberinto en la punta de una piedra» son solamente algunos ejemplos. «Toledo era y es un retortijón, una subida de alimañas al cielo, una histeria de superstición, de seriedad excesiva, de dignidad humana, de obsesión malagorera».

Interés por el Greco. Toledo y el Greco ocuparon un espacio privilegiado en la gran biografía que Ramón dedicó al pintor en el año 1935, libro que fue reeditado en varias ocasiones bajo el título El visionario de la pintura y al que se sumó a partir de 1940 su relato Cena con el Greco.

Considerada una de «las más profundas y geniales biografías» escritas por Ramón Gómez de la Serna, esta guía para comprender al pintor a punto estuvo de convertirse en publicación oficial del recién abierto Museo de Santa Cruz a comienzos de los sesenta, considerado por la Dirección General de Bellas Artes como «el mejor breviario espiritual para entender la obra y el alma misma del formidable pintor».

Gómez de la Serna, quien no tenía reparo en dar conferencias junto a una reproducción articulada del retrato delCaballero de la mano en el pecho que, gracias a un disimulado hilo, bajaba el brazo «en cabestrillo de siglos», provocando el pasmo de la concurrencia, habló abundantemente sobre Domenikos Theotokopoulos, su salida de Creta, su estancia en Italia y su llegada a la Península. Fue un ávido lector de estudios sobre el artista, desde las aportaciones internacionales de Barres o Willumsen hasta las españolas de Cossío y Marañón. Ese profundo análisis del pintor, cuya biografía escribió «movido en raudales de palabras, dejada en su mayor parte a la inspiración sometida a la vivencia», no le impidió frivolizar en ocasiones: conocedor de los viejos frescos minoicos de Creta, en donde aparecían representados lances taurinos, se atrevió a sostener que él había descubierto el motivo por el cual Domenikos Theotokopoulos se encaminó a nosotros: «¡El secreto de la venida del Greco a España es que vino a los toros!».