El condestable de la Orden de Toledo

F. Rodríguez
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Hoy se cumplen 35 años del fallecimiento del cineasta Luis Buñuel, creador en 1923 de la surrealista Orden de Toledo en la que integró a figuras como Salvador Dalí, Federico García Lorca o Rafael Alberti

«Me paseo por el claustro gótico de la catedral, completamente borracho, cuando, de pronto, oigo cantar miles de pájaros y algo me dice que debo entrar inmediatamente en los Carmelitas, no para hacerme fraile, sino para robar la caja del convento. Me voy al convento, el portero me abre la puerta y viene un fraile. Le hablo de mi sumito y ferviente deseo de hacerme carmelita. Él, que sin duda ha notado el olor a vino, me acompaña a la puerta. Al día siguiente tomé la decisión de fundar la Orden de Toledo». Así explicó el propio Luis Buñuel en su libro de memorias, ‘Mi último suspiro’, cómo surge la idea de crear lo que sería, ni más ni menos, que una asociación vanguardista de escritores y artistas. Una cuadrilla de claros tintes surrealistas que plasmaba a la perfección la genialidad del cineasta aragonés.

El día de San José de 1923, el mismo año en el que había muerto su padre, había iniciado el servicio militar y publicado su primer artículo en prensa, fundó la paródica Orden de Toledo.

La ciudad castellana ya la conocía desde 1921. Había viajado hasta Toledo con sus compañeros de la Residencia de Estudiantes de Madrid. La antigua ciudad imperial causó una profunda impresión en el grupo de irreverentes y geniales artistas.

  Salvador Dalí, Federico García Lorca y Rafael Alberti no tardaron en sumarse a las andanzas toledanas de Buñuel, que como buen amante de Benito Pérez Galdós terminó enganchándose de las calles de la urbe regia. Y es que, confiesa en sus memorias que estaba enamorado del «ambiente indefinible» de la ciudad.

La Orden de Toledo se convirtió en algo más que una broma bohemia, aunque lógicamente ése era su cometido fundamental.

Buñuel, a imagen y semejanza de las antiguas órdenes de caballería, creo una jerarquía. En lo alto de la pirámide de poder de la Orden de Toledo se autoproclamó, con todo boato, condestable. Justo por debajo de su cargo articuló una serie de estamentos, entre los que estaba el cargo de secretario, ocupado por su amigo el escritor Pepín Bello, y más abajo los denominados ‘caballeros fundadores’ (Pedro Garfias, Augusto Centeno, José Uzelay, Sánchez Ventura, Federico García Lorca, Francisco García Lorca y Ernestina González).

El siguiente escalafón era el de los ‘caballeros’ a secas (Hernando y Lulu Viñes, Rafael Alberti, José Barradas, Gustavo Durán, Eduardo Ugarte, Jeanne Buñuel, Monique Lacombe, Margarita Manso, María Luisa González, Ricardo Urgoiti, Antonio G. Solalinde, Salvador Dalí, José M. Hinojosa, María Teresa León, René Crével, Pierre Unik), seguido por el de los ‘escuderos’ (Georges Sadoul, Roger Désormieres, Colette Steinlen, Elie Lotar, Aliette Legendre, Madeleine Chantal, Delia del Carril, Helene Tasnon, Carmina Castillo Manso, Nuñez, Mondolot, Norah Sadoul, Manolo A. Ortiz, Ana María Custodio) y ya para cerrar los cargos de ‘jefe de invitado de escuderos’, que era José Moreno Villa, y los ‘invitados de escudero’ (Luis Lacasa, Rubio Sacristán, Julio Bayona, Carlos Castillo G. Negrete). Para completar este desbarajuste nobiliario estaban los ‘invitados de invitado de escudero’, entre los que estaban Juan Vicens y Marcelino Pascua. Todo un absurdo.

El propio Buñuel dejó escrita a máquina la relación de la Orden de Toledo, con sus numerosos e ilustres miembros, acompañando además algunos comentarios entre paréntesis como «degradado», «fusilado» o «muerto».

Las normas de la Orden eran muy estrictas. Cada uno de sus miembros debía aportar diez pesetas a la caja común, es decir, pagarle a Buñuel diez pesetas por alojamiento y comida. Además, había que ir a Toledo con la mayor frecuencia posible y ponerse en disposición de vivir «las más inolvidables experiencias». La fonda en la que se hospedaban, lejos de los hoteles convencionales, era casi siempre la desaparecida ‘Posada de la Sangre’, donde Cervantes situó ‘La ilustre fregona’. El mítico establecimiento apenas había cambiado desde aquellos tiempos: burros en el corral, carreteros, sabanas sucias y estudiantes. Por supuesto, nada de agua corriente. Los miembros de la Orden tenían prohibido lavarse durante su permanencia en la «ciudad santa».

Comían casi siempre en tascas, como la ‘Venta de Aires’, en las afueras, donde siempre pedían el mismo menú: tortilla a caballo (con carnes de cerdo), una perdiz y vino blanco de Yepes.

Al regreso a la roca del viejo Toledo, a pie, hacían un alto obligado en la tumba del cardenal Tavera esculpida por Berruguete.

Unos minutos de recogimiento delante de la estatua de alabastro yacente del cardenal muerto, de mejillas pálidas y hundidas, captado por el escultor una o dos horas antes de que empezara la putrefacción. Ese trozo de piedra tenía un efecto hipnótico en Buñuel, tanto que quiso inmortalizar esa práctica en una de sus películas más famosas, ‘Tristana’ (1970), dejando para la historia la imagen de Catherine Deneuv a escasos centímetros de la mortecina cara de Tavera.

Después de esa costumbre, subían a la ciudad para perderse en el laberinto de sus calles; «acechando la aventura», decían.

Y es que, para acceder al rango de caballero había que «amar a Toledo sin reserva, emborracharse por lo menos durante toda una noche y vagar por las calles». Cómo para no tener una aventura con semejante guisa.

La Orden de Toledo funcionó a pleno rendimiento hasta 1936. La Guerra Civil obligó al genial cineasta a exiliarse, y no se le permitió volver hasta los años 60. A su retorno no se había olvidado de Toledo, y tanto ‘Viridiana’ como ‘Tristana’ se rodaron en la ciudad que para él fue siempre, hasta el mismo día de su muerte en México un 29 de julio de 1983, la capital espiritual de un país que no supo enfrentarse a sus propios fantasmas.