Gustatio Toledana

A. de Mingo
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La Real Fundación de Toledo ofreció en 2005 unas jornadas sobre gastronomía romana que se complementaron con una recreación culinaria elaborada por la Escuela Superior de Hostelería y Gastronomía

La Real Fundación de Toledo organizó en abril de 2005, apenas un año después de que el Consorcio de la ciudad declarase inaugurada la visita a las Termas de la Plaza de Amador de los Ríos y organizase el congreso Arqueología romana en Toletum: 1985-2004, unas jornadas sobre gastronomía romana en sus instalaciones de Roca Tarpeya. Semejante encuentro, que congregó a varios especialistas españoles y a la arqueóloga Annamaria Ciarallo, de la Soprintendenza de Pompeya, fue rematado con una degustación inspirada en los antiguos recetarios romanos, obra de Marco Gavio Apicio y del gaditano Lucio Junio Columela, entre otras fuentes. Quedó en manos de la Escuela Superior de Hostelería y Gastronomía de Toledo recrear platos como «Panecillos al queso» (Liba), «Pollo Frontoniano» (Pullum Frontonianum) y «Dátiles rellenos caramelizados» (Dulcia domestica), que fueron servidos acompañados de caldos como «vino con miel y especias» (Mulsum) y «Vino de rosas» (Rosatum). 
La degustación, que imaginamos sería mucho más limpia que el banquete recogido junto a estas líneas -un mosaico con escena costumbrista del tipo «oikos asorakos» (literalmente, «casa sin barrer»), con los desperdicios de la cena sobre el suelo y antes de que los retiraran los esclavos como parte de la propia representación-, estuvo acompañada de conferencias como la que pronunció la arqueóloga María Ángeles Sánchez. Esta destacó la importancia de las legumbres y los cereales dentro de la alimentación romana -especialmente el trigo y la cebada, con cuyas harinas elaboraban gachas (pultes), a veces condimentadas con menudillos de carne o con tocino- y la gran variedad de vegetales que quienes podían permitírselo incorporaban a su mesa (incluyendo especies poco recordadas hoy aunque sumamente nutritivas, como la ortiga o la hoja de acanto). El consumo de carne -especialmente la de cerdo, seguida del ovino y del vacuno- era muy importante, aunque no formase parte de la dieta habitual de las clases más humildes.
Las más pudientes, por el contrario, incluían en sus mesas animales que hoy nos resultarían tan extraños como el lirón (glires), el flamenco (phoenicopterus), el avestruz (struthione), la morena (murena) o la tembladera o pez torpedo (torpedine); los dos últimos aparecen precisamente representados en el mosaico de la Fábrica de Armas.
Cocinaban en pequeños y poco aireados espacios que distaban mucho de lo que hoy entenderíamos por cocinas. La elaboración de los alimentos -normalmente cocidos, e incluso cocidos y después asados-, no obstante, estaba muy presente dentro de su dieta. El resultado eran platos de textura blanda -carnes nunca poco hechas, ni mucho menos sangrientas- cuyo sabor era necesario potenciar por medio de condimentos y salsas, entre ellas el garum. Fueron buenos conserveros y emplearon con auténtica profusión la sal, que consumían prácticamente como un alimento más.