El Greco crepuscular de Antonio Gala

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El Greco crepuscular de Antonio Gala

Adolfo de Mingo Lorente

Toledo

«Nadie es de donde nace, sino del sitio en el que vibra, se cumple, se inviste de la vida; del sitio en el que alcanza su monte Tabor y su monte Getsemaní. En pocas ocasiones un lugar ha influido tanto en una obra como Toledo en la pintura de Domenico el Greco. A caballo entre el siglo XVI y el XVII, se sienta este testigo ante nuestra mística y nuestra ascética, ante nuestra cochambre y nuestro fasto, ante nuestra humillación y nuestro poderío, ante nuestro cuerpo y nuestra alma. Como si, nacido en una isla lejana, una voz le hubiese ordenado llegar donde llegó, instalarse, mirar y -devorado como estaba por su arte- devorar la realidad de alrededor y digerirla».

Antonio Gala escribió esta reflexión sobre el Greco a mediados de los años ochenta, cuando la editorial Espasa-Calpe publicó en un doble volumen la serie de guiones que escribió para una de las mejores producciones que RTVE ha realizado sobre temas históricos, Paisaje con figuras. Consistía en una serie de breves capítulos, normalmente protagonizados por un único personaje y contextualizados en un marco o paisaje característico, de ahí su nombre, dedicados a repasar los hechos de diferentes personajes de la historia de España, desde el Marqués de Santillana hasta Francisco de Quevedo, pasando por el Greco. Creada con la Transición, Paisaje con figuras resultó mucho más polémica de lo que hoy, cuarenta años después, podría parecer. El tratamiento de un personaje concreto, el vasco Juan Sebastián Elcano, fue al parecer visto como una provocación por el Gobierno de Carlos Arias Navarro, que precipitó su retirada en 1976 con consecuencias que pudieron haber sido graves para el escritor.

El proyecto no sería retomado hasta casi diez años después, etapa en la que se realizó precisamente el episodio sobre el Greco. Este fue dirigido por Carlos Serrano y protagonizado por el actor Eduardo McGregor, que interpretaba al artista. Antonio Gala situó la historia al final de la vida del Greco, en 1611, cuando el viejo y enfermo pintor recibe en su taller la visita de Francisco Pacheco, quien más adelante se convertirá en el suegro de Diego Velázquez. «Y aunque no sé qué diálogo cabe entre extremos tan opuestos del arte y de la vida, vamos a tratar de imaginárnoslo esta noche», se preguntaba el propio escritor al comenzar el episodio.

Gala proponía un amplio recorrido por la trayectoria del Greco que Carlos Serrano se encargó de materializar con gran eficacia. La voz en off de Pacheco era la encargada de preguntar, en nombre del espectador, cuestiones relacionadas con la práctica de la pintura, la técnica, la búsqueda de la belleza, los viajes realizados y el definitivo establecimiento en Toledo. El autor del texto, por boca del pintor, se refirió a esta ciudad como «relicario de nuestra historia; un libro donde leer todas las artes de todos los tiempos». Su visión de Toledo, sin embargo, fue más allá de la vana exaltación. Gala mostró una ciudad dolorosamente palpitante que ya empezaba a mostrar las señales de su decadencia. Al mismo tiempo, configuró un personaje más próximo al «pintor-filósofo» propuesto durante las últimas décadas por historiadores como Fernando Marías que a los clichés más tradicionales. No en vano, según la historiadora del arte Palma Martínez-Burgos, coautora de El Greco en el cine (Celya, 2013), «se trata del texto más hondo de cuantos han sido dedicados al pintor en el terreno audiovisual». Estas fueron sus palabras a propósito del Entierro del conde de Orgaz:

«La fastuosa clerecía a un lado; al otro, los frailes de todos los colores; en el centro, los caballeros que, si no tienen renta, la suplen con soberbia y fantasía... En Toledo están muriendo todos los oficios. Hoy, con la mitad de gente que ayer, hay el doble de religiosos y de clérigos porque no se halla otro modo de vivir. No existen otros lugares concurridos sino las sastrerías, donde para vestirse pasan ansias mortales los hidalgos, y los de la pobreza: cárceles y asilos y hospitales, donde para comer se mezclan todos...». El Greco de Antonio Gala aseguraba «mirar el Toledo de dentro, no el de fuera», una ciudad en donde, «de tres partes, dos no tienen trabajo; ni hay comercio; ni se levanta casa que se cae; ni ya en las huertas se cultivan frutos que nadie tiene con qué comprar. Es esa ruina, aun recamada y embozada, lo que veo. La soledad de esta tierra, donde todo se les va en procesiones; donde los ciudadanos sin un cuarto van con golilla, y los zapateros y sus mujeres van con mantos de seda, y los rústicos, no con polainas y capas pardas, sino con espadas y dagas muy lucidas y con ropa de nobleza o terciopelo...».

Era su interés por actuar como notario de esa realidad lo que le habría llevado a permanecer en la ciudad: «Para testimoniar el lujo tapando la cochambre, la miseria y la roña. Para pintar lo que me parece más apasionante de nuestro mundo de hoy: no la grandeza de España, tan igual y tan diferente de los otros. Para pintar el entierro de España, tan desentendida de esta vida y de la gloria de la otra; el alma de España, que, por no ser la mía, amo más, recogida en mí mismo, semejante a la mía y a mi propia tristeza, a mi propia violencia y decoro y exaltación, a mi propio color de ceniza, casi carmín, casi morada, casi verde. Para pintar este estado del alma me quedé, uno distinto en cada retrato, pero todos con el mismo apegamiento y la misma renuncia, con la misma pobreza y la misma resignación, con el mismo altanero recato de sí mismo».

La contraposición entre el Greco y Pacheco, para Palma Martínez-Burgos, suponía el enfrentamiento entre «un espíritu libre» y «un viejo maestro correcto y complaciente con las reglas, pero falto absolutamente de genio». Antonio Gala, quien demuestra en su configuración de los personajes estar familiarizado con el Arte de la Pintura que escribió el propio Pacheco, el gran tratado barroco de mediados del siglo XVII, contextualizó un enfrentamiento entre las dos maneras de concebir la pintura -una, por «arte y ejercicio, que es científicamente; la otra por uso solo, desnudo de recetas»- que supone toda una declaración de intenciones del debate manierista. Por lo demás, el escritor recorrió varios detalles de la visita que efectivamente realizó al Greco en 1611, como la sorpresa ante las réplicas de sus pinturas o los modelos de barro que solía emplear siguiendo la costumbre de maestros venecianos como Tintoretto. No obstante, también ahondó en tópicos como la supuesta pertenencia del Greco al taller de Tiziano o su, supuesto también (a partir del tratado de Giulio Mancini de 1621), enfrentamiento con Miguel Ángel.

Toledo, con el Greco, es la otra gran protagonista de este episodio para televisión que hoy podemos recordar a través de un magnífico texto. Una ciudad con la cual nuestro pintor se miró «frente a frente, como aliados y como enemigos... y así nos seguiremos mirando para siempre».