La nieta del demandadero

F. Rodríguez
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María Emilia Villaverde es la nieta de Juan Mora, el hombre presuntamente encargado de esconder una reliquia perdida en Toledo durante la Guerra Civil, la conocida como Espada de San Pablo. Fue fusilado por los republicanos sin revelar su ubicación

Hay historias que se resisten a ser olvidadas. Quieren ser contadas. Cada cierto tiempo se reavivan los rescoldos de su pasado y afloran nuevos datos. Ése es el caso de la conocida como Espada de San Pablo o Cuchillo de Nerón, una reliquia unida a la historia de Toledo desde el siglo XIV por la que grandes personajes ilustres se interesaron (Albornoz, Pedro Tenorio, Quevedo, Benito Pérez Galdós, Gregorio Marañón...) y que cayó en el olvido tras perderse su rastro durante los combates y saqueos de la Guerra Civil.

A comienzos del pasado mes de junio, la publicación de un ensayo a modo de monografía de la reliquia (El enigma de la Espada de San Pablo, de Francisco Rodríguez, publicado por editorial Almuzara) removió ciertas partes de una historia apasionante que se empeña en ser juntada. El investigador y académico correspondiente de la Real Academia de Toledo José García Cano ha sido esta vez la persona encargada de toparse con el destino.

Durante una ruta turística conoció a María Emilia Villaverde, una madrileña de turismo por Toledo. Iba acompañada por su marido, y fue él precisamente el que se encargó de contar la especial vinculación de su esposa con la capital de Castilla-La Mancha. Señaló el nexo de la familia de Emilia con el convento de San Pablo, donde desapareció la citada reliquia en 1936. Su abuelo era el demandadero de las monjas, la persona que se encargaba de hacerles los recados y de las labores de mantenimiento del cenobio. Se llamaba Juan Mora López, fue fusilado durante la guerra pero, varios días antes, se encargó de pasar a la historia como la persona que presuntamente se encargó de esconder la Espada de San Pablo para que no cayera en manos de los milicianos que asaltaron y saquearon el convento.

José García, conocedor de la historia de la espada, comenzó a investigar qué es lo que pudo pasar con la reliquia y qué papel jugó el demandadero Juan Mora López. Sus conclusiones las ha recogido en un artículo (que puede consultarse en la edición web de este diario). Básicamente, circulan en torno a la posibilidad de que Juan escondiera la espada fuera del convento.

Es difícil saber qué es lo que pasó exactamente el 25 de julio de 1936 cuando los milicianos asaltaron las Jerónimas. El libro El enigma de la Espada de San Pablo da algunas pistas, aporta datos concretos y traza hipótesis. Algunas de ellas inquietan a la nieta del demandadero, que piensa que quizás la espada tuvo mucho que ver en su muerte.

Pero, ¿quién era Juan Mora López? Según figura en el padrón municipal de habitantes de 1935, conservado en el Archivo Municipal de Toledo, nació en Malpica de Tajo un 30 de marzo de 1899. Vivió en la cuesta de Cervantes nº17.  Su mujer era Clotilde Villaverde y tuvo dos hijas, María Emilia Mora Villaverde (madre de Emilia), nacida en 1927, y Sagrario (1930).

Juan Mora era peón caminero, profesión que compaginaba con la demandadero del convento. El día que los milicianos asaltaron el convento, la historia oficial recogida en la prensa años después en las dos búsquedas (en 1950 y 1967) organizadas por el gobierno franquista para encontrar la reliquia -Franco estaba obsesionado con ella desde su época de cadete en la Academia de Toledo- señala que Juan arrojó la espada junto a una escopeta vieja a uno de los pozos del convento. Una monja impedida, al parecer, lo vio todo. Así lo cuentan los periódicos desde 1950.

A Juan lo fusilaron el 10 de agosto de 1936. Al contrario de como luego se encargó de repetir el régimen, Juan no murió en el convento. Fue ejecutado en el paseo del Tránsito. La familia no supo nada del cadáver y su cuerpo terminó en una fosa común. Hay registros que apuntan que fue llevado a Argés.

Según narra su nieta Emilia, Juan salió la mañana del 10 de agosto a comprar el pan. Su mujer le pidió que no lo hiciera. Los tiroteos y ajustes de cuentas se sucedían en las calles a la par que se producía el asedio al Alcázar.

Juan desoyó a su esposa y, al salir de la panadería, se encontró con un grupo de milicianos. Logró esconderse en la casa de unos familiares junto a Teatro de Rojas, pero al salir, cuando pensaba que el peligro había pasado, fue finalmente detenido.

En la familia de Emilia cuentan que en esos momentos cogió la barra de pan y se la ofreció a un muchacho que había en la calle. «A mí ya no me va a hacer falta», aseguran que le dijo. No le faltaba razón. Fue conducido al paseo del Tránsito, lugar habitual de fusilamientos. Le colocaron la bolsa del pan en la cabeza y lo asesinaron a tiros.

Clotilde nunca más volvió a ver a su marido. Los milicianos llegaron a su casa y confiscaron los pocos enseres de la familia, clausurando además la vivienda. Los bombardeos al Alcázar se sucedían. Era una zona de peligro. La abuela de Emilia, al verse viuda y en la calle, marchó a vivir con una hermana que vivía en Santa Leocadia. Un día se acercó al convento de la Jerónimas, allí habían vivido algunos años antes en una de las viviendas de portería. Recuperaron lo que pudieron y, de la mano de un hermano de su abuelo, se fueron a vivir a Quintanar de la Orden hasta que terminó la guerra. Escapaban de las balas y, quizás más aún, de la tuberculosis que hizo estragos en la ciudad.

Al terminar la guerra regresaron a Toledo. Fueron acogidas en su antigua vivienda del convento. Las monjas les preguntaron qué había hecho Juan con la espada, pero nadie lo sabía. Juan Mora era un hombre muy reservado, y nunca contó que había pasado exactamente. Quizás también llegó a tener miedo y prefirió guardar silencio.

Su madre entró a trabajar al servicio de un sacerdote, llamado Pedro González, y se trasladaron a vivir al Callejón de Córdoba. En 1950 el cura tuvo que marcharse a Barcelona, y la familia Mora fue con él.

Allí perdieron su vinculación con Toledo, pero en la familia de Emilia siempre se ha mantenido vida la historia de su abuelo, el demandadero fusilado y unos de los últimos custodios de la llamada Espada de San Pablo. Lo que hizo con ella quizás nunca se sabrá.

Emilia ha llegado incluso a pensar que volvieron a por él porque fue la única persona que ni murió ni fue encarcelado (todas las monjas fueron detenidas) tras el asalto al convento. «¿Tuvo algo que ver en su muerte que ocultara la espada?», se pregunta. La duda es razonable. Quién sabe.

Hasta hace relativamente poco tampoco se sabía mucho sobre la identidad del demandadero y lo que le pasó entre el asalto al convento del 25 de julio y el 10 de agosto, día de su muerte según su partida de defunción. Quizás la historia de la espada aún no ha escrito su última palabra. Mientras, el recuerdo de Juan Mora sigue vivo gracias a su nieta.