Espárragos y Cardillos

Bienvenido Maquedano
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Los productos del campos han sido el alimento del pobre, convertidos hoy en manjares. El refranero popular les dedica un generoso espacio

Lo malo de escribir artículos en el periódico es que hay gente que te lee. Lo malo de la gente que te lee es que hay algunos que te empiezan a criticar, a señalarte las erratas y a pedirte cosas. Lo malo de las cosas que te pide esa gente es que suelen ser difíciles de cumplir. Una de esas peticiones me llegó hace poco por correo electrónico: Bienve, tienes que escribir de las cosas que se pueden coger en el campo. Y adjuntaba este refrán: «Los cardillos de abril para mí, los de mayo para mi amo y los de junio para el burro». Y ahí te las compongas, que para eso eres el escritor. Confieso que no conocía el refrán de los cardillos pero parece ser que según las zonas vale lo mismo para esa verdura silvestre que para los espárragos. 
El diccionario de la RAE define al cardillo como una planta bienal, compuesta, que se cría en sembrados y barbechos, con flores amarillentas y hojas rizadas y espinosas por la margen, de las cuales la penquita se come cocida cuando está tierna; y al espárrago como la yema comestible que produce la raíz de la esparraguera. La cosa parecía ponerse difícil; el refrán y la RAE sólo me proporcionaban doscientas palabras de artículo. Los clásicos se han resistido a ayudarme en esta ocasión; la planta espinosa es tan humilde que no parece haber despertado el interés de ningún excelso literato y, de este modo, los Lope, Calderón, Tirso, los escritores de la Generación del 98 y los poetas del 27 me dejaron en la estacada. 
Aun así, hay gloriosas excepciones. Pedro Liñán de Riaza, un toledano del que ya hablaremos como se merece, escribió:
Aquí el repollo, berenjena y nabos,
el cardillo lechar y la cebolla
aplacen a los ya sin dientes Davos.
Aquí es donde jamás se quita olla,
de gran matalotaje atagarrada,
y a veces para el huésped pollo o polla.
Agustín Moreto en «No puede ser el guardar una mujer», en un momento del diálogo de Tarugo con Félix de Toledo, dice:
«Y el que un jardín entra a ver,
más presto se irá a buscar
espárragos que cenar
que las flores para oler». 
Y ya puestos a agotar el cupo de escritores, el verso final de Liñán de Riaza me ha recordado que Francisco de Quevedo le dedicó al espárrago uno de los versos de un soneto, pero refiriéndose a que una moza que regaba una maceta en el balcón le enderezó el espárrago a un campesino (natural, Quevedo era tan carnal como de vino).
Los cardillos y los espárragos son plantas tan humildes que buscar citas literarias entre las primeras plumas es una pérdida de tiempo. Quienes mejor han sabido captar la importancia de estos dos manjares han sido las capas más bajas de la sociedad que, dicho sea de paso, empujados por la necesidad no le hacían ascos a nada y dedicaban gran parte de su tiempo a arrancar al campo cualquier cosa que se pudiese echar en la olla. Los puerros, cardos, verdolagas, berros, collejas, cardillos, criadillas de tierra, espárragos, acerolas o paloduz, eran el auxilio del pobre; improvisadas cosechas destinadas a las manos de rebuscadores que vendían el excedente de sus colectas en su entorno más cercano. Los espárragos y los cardillos son plantas que se vinculan estrechamente a la primavera y que, al contrario de la mayoría de los vegetales que han poblado las mesas españolas, son silvestres y no se cultivaban; una comida de Sanchos que no de Quijotes. Así las cosas, el nicho literario en el que se refugian es el más humilde de todos, el más apegado a las gentes sencillas: el refranero popular español. 
En contra de lo que pudiera parecer, hablar de refranes no es hablar de mala literatura. Un buen ejemplo lo tenemos en nuestro Sebastián de Horozco, autor de «Teatro Universal de Proverbios», en pleno siglo XVI. Entre miles de refranes, recoge uno que dice: «Mançanilla de Magán y espárrago de Ocaña», y lo comenta con el ingenio que le caracteriza: 
Dicen que en qualquier lugar
por ruyn que sea ay en él
cosa alguna que loar
por do se viene a nombrar
y tener quenta con él.
De Toledo es el refrán
que se sabe en toda España
en que dicen y dirán
mançanilla de Magán 
y espárrago de Ocaña.
 Hay otro refrán curioso que dice: 
«Si aras con niños, segarás cardillos» , y otro que cuenta «Alcaldillo, al cardillo», que viene a significar algo así como que si no tienes altas habilidades te dediques a las tareas más básicas para las que estés capacitado. Otro se refiere a la calidad del terruño en función de lo que produce: «La tierra morena, buen pan lleva; la blanca, cardillos y lana». Y dos más: «Cuando la zorra anda a grillos y el sacristán a cardillos y el escribano pregunta ¿a cómo andamos del mes?, mal andan todos tres» y «Andarandillo, más abulta la ricia que los cardillos». Los cinco refranes vilipendian al humilde cardillo como planta despreciable. Sin embargo, también hay refranes que lo ensalzan: «Mientras que haya cardillos y collejas por aquí no pasan mis orejas», se decía al pasar por la puerta del cementerio en Torre-Cardela. O mi favorito: 
La colleja le pidió
auxilio a la esparraguera,
y la esparraguera al cardillo
que los pobres no murieran.
Aunque, por cada uno de éstos, hay otros que lo devuelven a su sitio: «En la casa que se come cardos, tagarninas y palmitos, no se morirán de hambre, pero tampoco de ahíto» o «Tagarninas de barbecho, quien las come caga afrecho. Una vieja las comió y enteritas las cagó».
 Y con eso parece terminar toda la atención que el refranero español les dedica a los cardillos o tagarninas. Los espárragos prometían dar algo más de sí. De entrada, siendo optimista, la conocida expresión de «Vete a freír espárragos» tiene la virtud de aunar ingredientes con técnica culinaria. No es que abunden demasiado, pero los hay que tienen su carga positiva: «Mañana será otro día y el tuerto verá los espárragos»; su parte de escatología: «Quien espárragos comió, al orinar los recordó»; o su jarro de agua fría en lo tocante a su poder nutritivo: «Quien nísperos come y bebe cerveza, espárragos chupa y besa a una vieja, ni come, ni bebe, ni chupa ni besa». Incluso alguno que da pistas sobre la técnica para encontrarlos: «Si buscas espárragos trigueros mira en el sol mañanero». O aquella cita azucarada de Jules Renard que dice así: «¿Qué es nuestra imaginación comparada con la de un niño que intenta hacer un ferrocarril con espárragos?»
Me cuentan que en la ciudad aún está fresco el recuerdo de la cardillera de Bargas, una señora vestida de oscuro, mandil y pañuelo, dotada de una voz penetrante con la que anunciaba sus espárragos y cardillos a grito pelado. Yo, que soy de pueblo, no he tenido la fortuna de conocer a esa señora. En casa éramos más de prescindir de intermediarios y echarnos al campo con los primeros soles y lluvias de la primavera y con una navaja y un escardinche. Mi padre conservaba los espárragos en vinagre, como poderoso encurtido para pasar los garbanzos, disfrutaba con las sopas o el revuelto de huevo que le hacía mi madre, y su placer parecía ser mayor cuantas más heridas de esparraguera hubiese recibido en las manos al cortarlos, y más espinas de cardillo se hubieran prendido de sus dedos al pelarlos. Pero, sin duda, la mejor de las recetas que fusionan al espárrago y al cardillo es la menestra que Mercedes ofrece esta semana y que es toda una oda a la primavera. Pruébela y se preguntará qué demonios han estado haciendo generaciones de aficionados a la buena mesa dando la espalda a estos dos alimentos.