Andrés Cabrera y Beatriz de Bobadilla (2ª parte)

Por Almudena de Arteaga
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Siete años después de la muerte de Su Majestad la Reina Isabel la Católica y nueve meses después de la de Beatriz mi mujer, las seguí en su viaje eterno.

Andrés Cabrera formó parte del cortejo real que entró por primera vez en Granada.

El Rey Enrique IV,  después de muchos dimes y diretes y de haberse reunido con su hermana Isabel en Segovia gracias a mi mujer, Doña Beatriz de Bobadilla, limó las asperezas que habían surgido últimamente con su hermana Isabel. Todos esperábamos que de nuevo y como hizo hacía años en el pacto de los Toros de Guisando; la reconociese como heredera al trono en contra de los derechos de su propia hija Juana, pero esto no sucedió. Marchó hacia Madrid y enfermó gravemente. Cumplidos los cuarenta y cuatro años murió sin testar y sumiendo a Castilla en otra guerra fratricida.

Esta vez, entre los partidarios de Juana, la única hija que había conseguido tener Don Enrique y que por muchos era apodada como ‘La Beltraneja’ por asegurar estos que en realidad era hija de don Beltrán de la Cueva; y los partidarios de Isabel que recién muerto su hermano se había coronado reina en Segovia.

Aquel fue el momento en que no pude eludir más los sabios consejos de mi mujer, Doña Beatriz y decidí tomar partido definitivamente por Doña Isabel.

No tardó la nueva reina de Castilla en colmarnos de gracias por haber sido de los primeros que habiendo servido hasta entonces a Don Enrique decidimos seguirla a ella sin mirar atrás ni entrar en más debates. De inmediato pusimos a su plena disposición nuestra fidelidad, conocimientos y huestes.

Nos recompensó con el título de Marqueses de Moya. Eligió este nombre en recuerdo a la villa conquense de la que yo ya había sido nombrado señor, diez años antes por su hermano Enrique. Y no terminarían aquí sus prebendas ya que seis años después quiso además engrandecernos con el Señorío de Chinchón el cual incluía el sexmo de Valdemoro y las aldeas de Serranillos, Moraleja, Villaviciosa de Odón, Brunete, San Martin de la Vega y Boadilla del Monte del sexmo de Casarrubios. Aquellas, eran por aquel entonces, prácticamente todas las posesiones segovianas al este del río Guadarrama. Privilegios que siempre llevaríamos con honor y que reina reconocería hasta el final de sus días.

Pero no todo el campo era orégano, en tiempos del reinado de Isabel, Segovia de nuevo me dio problemas porque los celos que siempre han caracterizado a los castellanos me obligaron también a enfrentarme a Maldonado, el antecesor en la alcaidía que no terminaba de aceptar su derrota.

Una noche en que yo andaba ausente del Alcázar, este mequetrefe aprovechó  para tomarlo a la fuerza junto a sus hombres e intentar convencer a la reina Isabel de mi inmediata destitución amenazándola con secuestrar a la Infanta María si no atendía a sus peticiones. Como pueden suponer eso mismo le bastó a la reina para plantarles cara y ordenar su detención.  

Reconocidos ya Doña Isabel y Fernando como Reyes de Castilla por casi todos sin excepción, hubiese preferido seguir inmerso en mis cuentas y diplomacias de antaño, pero las huestes demandaban hombres de valía para terminar de una vez con los pocos que seguían defendiendo a ‘La Beltraneja’ y una vez conseguido este propósito  culminar con la reconquista. No pude negarme a ello.

Así fue como participé junto a Don Fernando de Aragón, dirigiendo uno de los ejércitos de la hermandad en Toro contra los portugueses en la guerra por Isabel en un principio y en las posteriores tomas de Málaga, donde mi Señora doña Beatriz fue herida sin importancia; Guadix, Baza y de la propia Granada.

Un hito digno de recuerdo ya estuve presente aquel veinticinco de  noviembre de 1491 en las capitulaciones de la última ciudad tomada por los católicos en aquella cruzada que desde hacía siglos mantuvimos contra los sarracenos. Como también formé parte del cortejo Real al entrar por primera vez en Granada.

Siete fueron nuestros hijos y a los siete procuramos casarlos ventajosamente. A  Juan Pérez de Cabrera y Bobadilla, II marqués de Moya, lo casamos Ana de Mendoza la hija de Diego Hurtado de Mendoza, I duque del Infantado e hijo del Marqués de Santillana. A Fernando de Cabrera y Bobadilla, el segundo, le cederíamos el condado de Chinchón y lo casaríamos con la hija del II duque de Alburquerque.

Francisco, el tercero, llegaría a ser obispo de Ciudad Rodrigo y de Salamanca después de haber sido capellán de mismísima reina Isabel y después de Doña Juana de Castilla, su hija.

A Diego de Cabrera y Bobadilla, llegaría a caballero de la Orden de Calatrava y comendador de Villarrubia y Zurita para finalmente alejarse del mundanal ruido por la llamada vocacional de Dios e ingresar como monje en el convento de Santo Domingo de Talavera de la Reina.

Pedro de Cabrera y Bobadilla, llegaría a ser caballero de la Orden de Santiago para dar la vuelta a los pasos de su hermano y pasar de monje dominico a terminar sus días como soldado.

A las niñas por empeño de Beatriz mi señora, las bautizamos como a las Infantas de Castilla e hijas de la reina. A María la casaríamos con Pedro Fernández Manrique, II conde de Osorno. A Juana con el tercero de este mismo nombre por no romper la alianza con esa familia por la simple muerte del segundo conde. A Isabel, la casamos, con Diego Hurtado de Mendoza y Silva, el primer marqués de Cañete y a Beatriz, la tocaya de su madre con Bernardino de Lazcano, el III señor de Lazcano.

Cuando el en 1504 murió doña Isabel ya éramos ancianos y después de varios intentos por conservar la alcaidía del Alcázar de Segovia, decidimos dejarlo y alejarnos de la corte siendo siempre fieles a nuestro Señor Don Fernando en las diferencias que a posteriori tendría con su hija, la reina Juana de Castilla y su marido Felipe, apodado por todos como ‘El hermoso’.

El cuatro de octubre de 1511, siete años después de la muerte de Su Majestad la Reina Isabel la Católica y nueve meses después de la de Beatriz mi mujer, las seguí en su viaje eterno.