El peor amigo del perro

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La Tribuna denuncia los casos de envenenamiento producidos desde hace meses en el Polígono a través de un recorrido de ciento cincuenta años. Los bandos municipales para administrar estricnina a los animales callejeros fueron objeto de polémica

Adolfo de Mingo | TOLEDO

ademingo@diariolatribuna.com

Los cebos envenenados que desde hace meses amenazan a las mascotas del Polígono han causado indignación entre los vecinos de este barrio, pero, desgraciadamente, su utilización no habría causado ninguna novedad en el Toledo de otros tiempos. El empleo de venenos para atajar la superpoblación de animales callejeros -especialmente estricnina, que causaba la muerte por asfixia en mitad de dolorosos estertores- era una práctica habitual, incluso institucionalizada a través de bandos municipales. El 15 de agosto de 1866, ciento cincuenta años antes de producirse las muertes que durante los últimos meses han acabado con varios perros a través de salchichas con alfileres o bolas de raticida, era todo un vecindario (el de la calle de Obra Prima, que hoy conocemos como Martín Gamero, en pleno corazón del casco histórico) quien pedía al Ayuntamiento a través de la prensa que pusiera fin a los problemas de salud pública mediante esta drástica solución.

«Ciertos perros vagabundos», según recogía entre sus páginas el periódico El Tajo, «en las altas horas de la noche suelen dar conciertos en esa calle», e incluso alguno llegaba a atreverse «a las pantorrillas de los transeúntes por ella». Por ese motivo, se pedía «al Sr. inspector de Policía Urbana» que «prevenga algún embuchado de buen sabor y pronto efecto» para eliminar a «tan inocentes animalitos» (en cursiva en el original).

Estos incidentes eran frecuentes en el Toledo del siglo XIX, cuya prensa denunciaba la insalubridad sin a menudo mostrar sensibilidad alguna por el destino de perros y gatos. El semanario El Duende, en 1882, no criticaba el hecho de que se administrase el veneno, sino que la «estrignina» [sic] se distribuyese «a horas nada regulares», ya que a veces se producían espectáculos tan dantescos como este: «El día 28, a las dos y media de la tarde y en un sitio muy céntrico, hemos visto a un pobre perro que por efecto del veneno dicho se retorcía con las ansias de la muerte, causando por esto la risa de muchos hombres y unos chiquillos que lo contemplaban». El anónimo redactor manifestaba al menos rechazar «semejantes actos de barbarie» en nombre «de las personas de sentimientos generosos, sensatez y cultura».

Salvo muy honrosas excepciones -un completo artículo del escritor Manuel Torrijos (1835-1865) publicado en 1863 en El Correo de Ultramar, el único periódico publicado en castellano en Francia-, la mayoría mostraba mayor preocupación por los comentarios de los turistas o por la ineficacia de la medida que por su crueldad en sí misma. «Espectáculo emocionante» fue el irónico titular que El Eco Toledano dedicaría, en 1915, a los empleados municipales que, «con diligencia rara en el cargo», recorrían las calles del casco histórico «ofreciendo y suministrando comida al hambriento». Este periódico proseguía recordando que la primavera -cuando antiguamente se creía que los perros estaban más expuestos a contraer la rabia- era la estación tradicional para este tipo de campañas. Aquel año, sin embargo, la administración del veneno tuvo lugar en Navidad. «Es igual. Porque toda persona de regulares sentimientos ha de censurarlo en una y otra fecha».

Prácticamente en los mismos años, J. de San Vicente criticaba en el mismo periódico el empleo del veneno y recomendaba sustituirlo por el lazo. El periodista, aun siendo de la opinión de que «el perro ambulante no debe existir y que debe desaparecer», veía más inconvenientes que ventajas en el empleo de los venenos, que se administraban inyectados dentro de morcillas. Uno de estos problemas era el hecho de «ser suministradas por gentes municipales, que, por verse pronto libres de su gestión, son tiradas a distancia sin cuidarse de recogerlas si el can no las tomó». El empleo de la estricnina, continuaba, podía ocasionar también la muerte de «aquellos canes bien cuidados y estimados por sus dueños», e incluso envenenar a cerdos o gallinas si las morcillas acababan en los muladares, «ocasionando la muerte de estos animales y no menos graves trastornos a los consumidores de estos por no perderlo todo». El veneno, para finalizar, tampoco solucionaba el problema de los cuerpos, que quedaban tendidos en plena calle a la espera de ser «recogidos por el carretillero» y que este los llevase «a los rodaderos, donde ha de verificarse al aire libre su descomposición y putrefacción». No todos los profesionales de la prensa se esforzaban en preguntarse si la aplicación del bando municipal resultaba eficaz o no. Un adulador Gil, en las páginas de El Día de Toledo, no solamente apoyaba el cumplimiento de la medida, sino que felicitaba a la autoridad por su firme aplicación, llegando a anhelar el 28 de agosto de 1920 «que no quedara un solo perro, desapareciendo de ese modo un serio peligro y una indudable molestia para el vecindario».

Más que denunciar los envenenamientos, los periódicos solían convertirlos en herramientas ideológicas al servicio de cada causa. El Heraldo Toledano, el 4 de octubre de 1901, no mostraba ningún embarazo en rimar una columna de versos -titulada «¡Tripitas, eh!», que mostramos a la derecha- a partir de las medidas contra los perros. Así comenzaba: «Es opinión general / que sin aprensión ni miedo, / un cierto municipal / de la ciudad de Toledo, / cumpliendo así su destino / de servicio perentorio, / unas varas de intestino / se llevó al laboratorio; / intestino que relleno / con carne y con estricnina / fuera un activo veneno / contra la raza canina». La operación fue encargada a un boticario que cumplió su cometido «con tal arte y tal rigor, / dentro de su maestría, / que solo con el olor / cualquier perro se moría». La composición concluía cuando el agente municipal suministraba el veneno a su propio gato: «Pronto se retuerce y lame / el pobrecito animal, / muriendo al fin con la infame / morcilla municipal. / Y se cuenta que decía / entre dolores mortales: / -¡Infeliz del que se fía / de halagos municipales!».

«Todos menos el alcalde» -otro ejemplo- era el titular que este mismo periódico había desplegado en 1906 contra el alcalde de Hormigos, a quien se acusaba de no haber dado muerte a su perro ni al del novio de su hija, contagiados de rabia tras la mordedura de un animal rabioso, cuando el resto del vecindario sí se había visto obligado a acabar con la vida de treinta canes. «Entre los que han matado a sus perros -continuaba El Heraldo- hay un pobre bracero, poseedor de un galgo, por el que le daban de precio veinte duros». Ni siquiera el cura párroco, propietario del perro enfermo que había causado el alboroto, evitó sacrificarlo «por su propia mano, de un tiro de escopeta». La crónica de este suceso finalizaba preguntándose, retóricamente, si «acaso cree aquel señor alcalde que los perros no rabian cuando sus propietarios están constituidos en autoridad».

Heraldo Obrero se mofaba, en 1917, de los ayuntamientos que introducían entre sus cargos municipales al «mataperros de los pobres», es decir, los empleados encargados del veneno. «Mientras los perros pobres agonizan bajo los efectos de la estricnina, los perros caciques miran a sus camaradas desdeñosos y enfáticos, y se relamen de gusto al ver las convulsiones agónicas de la pobretería canina. Cuando pasa mataperros al lado del perro del cura gordinflón y satisfecho, este mueve majestuosamente la cola y hace unos halagos en señal de reconocimiento».

Mucho tiempo después, en el año 1937, el periódico Imperio, editado por Falange, incluía entre sus páginas de Talavera de la Reina una nueva tentativa de envenenamiento en clave burlesca. «Ven acá», mostraban a un guardia dirigiéndose a un perro callejero para cumplir la ordenanza. «¿Tú no sabes que no se puede ir sin bozo, ni callejear como tú lo haces, metiéndote en todas partes? ¿No ves que es expuesto tenerte sin bozal, mucho más ahora que las mujeres no encuentran medias y salen sin ellas a la calle?». «Mira, amigo guardia», le contestaba el can. «En confianza, yo me he pasao. He atravesao el río pa que los rojos no me hincaran el diente y no entiendo ahora por qué aquí os empeñáis en que yo he de morder a todo el mundo. Estoy acostumbrado a lo contrario, ¿sabes? Estoy acostumbrado a que no me dejaran ni los huesos, de manera que, ahora que me estoy hinchando, no pretendas venir a taparme la boca». Tras este imaginario diálogo, continuaba el periódico falangista, el guardia se regocijaba «de asesinar a un perro que, además de ser perro, ¡¡es rojo!!» (con doble exclamación en el original). En contra de lo previsible, el animal, quien comía la morcilla envenenada con arsénico «al ladrido de me voy a poner como Prieto» -en alusión al ministro republicano-, no solamente no moría, sino que engordaba, y lo mismo el resto de perros a los que se les suministraba. La conclusión final era que el arsénico empleado no era del tipo venenoso, sino reconstituyente. Hecho el descubrimiento, terminaba el texto, «los perros no tienen ganas de bromas, ya que ahora están seguros de que los matarán con bombas de mano».