La música de Sebastián Durón entre tradición y modernidad

José María Domínguez*
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El musicólogo y director Albert Recasens presenta en Toledo una recuperación de obras del compositor nacido en el municipio de Brihuega (Guadalajara) en 1660

La música de Sebastián Durón (Brihuega,1660-Cambo-les-Bains, 1716) era una de las cuatro devociones de la reina Mariana de Neoburgo, la esposa del último de los Austrias, Carlos II (1661-1700). Las otras tres: la pintura de Luca Giordano, la orfebrería y la Virgen del Sagrario de Toledo. En prenda de esta última, legó a la catedral las imponentes esculturas en plata de las cuatro partes del mundo. En este contexto de esplendor cultural muy vinculado con nuestra ciudad cabe entender las obras de Durón interpretadas ayer por La Grande Chapelle en el tercero de los conciertos del ciclo El Greco. En efecto, los reyes visitaron en dos ocasiones Toledo, a su iniciativa se debe el ‘musicalísimo’ fresco de la sacristía y, tras la muerte del monarca, Mariana fue recluida en el Alcázar. Desde aquí pedía que le enviaran  villancicos y cantadas de Durón, quien siguió al frente de la Real Capilla en Madrid hasta la ‘traición’ de 1706. En plena Guerra de Sucesión, Durón celebró junto con la Capilla Real una victoria del archiduque Carlos. Este error político le costó ser desterrado por Felipe V. Acabó en Francia al servicio de la también desterrada reina viuda que tanto quiso a Toledo.

Música y política se alían tres siglos después para restaurar la figura del máximo exponente de la música española de la época de Bach y Handel. El programa elaborado por Albert Recasens surge de un acertado impulso institucional con el que el gobierno regional pretende conmemorar otro centenario más en 2016 y pronto lo tendremos en disco.

Este concierto viene a poner en música el esfuerzo que desde hace unos años viene realizando la emergente musicología española por rescatar del olvido un compositor y un siglo, el XVIII, que durante largo tiempo fue desestimado al considerarse invadido por los italianos y decadente frente al glorioso XVI de Morales, Guerrero y Victoria. El XVIII se considera hoy el siglo de la modernización de la música española. Y el vehículo de la modernidad fue la ópera difundida por toda Europa:  sus convenciones (los recitativos, las arias, los afectos), están presentes en las obras escuchadas, en negociación constante con la tradición hispana del tono humano. Un ejemplo es el solo al Santísimo Sacramento Cupidillo volante, magníficamente interpretada por el tenor Gerardo López, que recordaba a las arias de lamento de Monteverdi y, al mismo tiempo, a las seguidillas propias del teatro de Calderón y la música de Juan Hidalgo. Pero destacó sobre todo el Miserere a 8 voces, violines y continuo, obra madura de un compositor con oficio, dueño de la tradición policoral hispana y de las novedades instrumentales italianas como la sonata en trío de Corelli o la escritura trompetística, parte bien interpretada  por Hannes Rux a la handeliana trompeta natural.  En las voces destacaron la cristalina pero potente de Lucía Martín Cartón en las obras a 6 y a 8 voces y la más delicada y solística de María Eugenia Boix que empastó bien con la mezzo Lydia Vinyes Curtis en el precioso dúo Duerme, rosa, descansa. Algunas decisiones fueron controvertidas:por ejemplo, incluir en el continuo el arpa de la estupenda Sara Águeda que apenas proyectaba más allá de la primera fila. Otra fue la elección de los instrumentos del continuo en el villancico Al señor embozado: la riqueza rítmica de la obra con sus abundantes hemiolas (la seña de identidad de la bulería) quedó apagada por el acompañamiento del órgano positivo (menos claro que las cuerdas pulsadas como referencia rítmica para los cantantes) tañido, en cualquier caso, con maestría por Herman Stinders. En general, el conjunto estuvo equilibrado y el resultado musical tuvo calidad, con momentos brillantes.

Hubo sin embargo dos errores en el concierto de ayer que deben corregirse para que el Festival gane en calidad y en aceptación. El primero es el de la acústica de la catedral, complicada para cualquier concierto. Las pausas del Miserere fueron demasiado largas precisamente por esta razón. Un cierto carácter más concitato o enérgico habría ayudado tanto aquí como en la responsión Dulce armonía pero la acústica no era propicia. La sacristía  hubiera sido quizá un espacio mucho más adecuado.  El segundo aspecto mejorable fue la falta de los textos cantados y de los nombres de los intérpretes en el programa de mano. Ésta no es música pura o música instrumental que se pueda entender solo escuchándola. Se trata en realidad de textos poéticos escritos con la única intención de ser revestidos sonoramente por el compositor (al igual que la ópera). Entregar las letras al público no experto en el arte de los sonidos es como darle un mapa para orientarse por una ciudad desconocida. Se hacía en el siglo XVIII, con los pliegos de villancicos (las letras cantadas impresas y repartidas a los asistentes), y se hacía en el XX con esmerados programas de mano durante las decenas de música toledanas. Recuperar las buenas costumbres es siempre deseable. Nada de esto resta mérito al riguroso trabajo de La Grande Chapelle que nos devolvió por un momento a la época de esplendor del último maestro de la real capilla al servicio de los Habsburgo.

*José María Domínguez es profesor del Máster en Musicología de la Universidad de La Rioja.