El cantodel cisne

Adolfo de Mingo Lorente
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El greco desplegó en la Inmaculada Oballe, realizada entre 1608 y 1613, su gran testamento pictórico

El canto del cisne

«Este cuadro es, con seguridad, el más lírico de los años finales del artista y quizá haya que verlo como una especie de testamento estético y a la vez epítome de toda su carrera». José Álvarez Lopera definía con estas palabras la Inmaculada Oballe, una de las mejores representaciones del Greco, realizada poco antes de su muerte y resumen de muchas de sus obsesiones plásticas, desde el ritmo ascensional de la composición hasta el alegórico nocturno de Toledo. El Greco tenía más de setenta años cuando la concluyó, pero nunca como en este caso -según Rafael Alonso, que la restauró en el año 2003- había desplegado sobre un mismo lienzo esta «variedad de alardes técnicos».

Instalada en el interior de una pequeña capilla en la iglesia toledana de San Vicente -sede del Círculo de Arte, en la actualidad-, a cuyo museo de arte sacro dedicamos cuatro páginas hace un par de meses, la Inmaculada Oballe fue concebida por el Greco como principal escena de un conjunto que incluía también los lienzos de San Pedro y San Ildefonso (trasladados al Alcázar real de Madrid y desde allí, alrededor de 1665, al monasterio del Escorial), así como una representación de La Visitación planteada inicialmente para ser instalada en la bóveda de este espacio.

La Capilla Oballe fue una fundación realizada a finales del siglo XVI para respetar la memoria de una acaudalada indiana, Isabel de Oballe, que formaba parte de una familia de artesanos toledanos y amasó una considerable fortuna en Perú. Murió en Sevilla y sus restos fueron trasladados a Toledo hacia 1590. Había destinado una cantidad de 50.000 ducados para la construcción, ornato y dotación de la capilla que habría de albergar sus restos en San Vicente, obra que fue realizada sobre trazas de Juan Bautista Monegro y que coincidió con la consolidación del antiguo templo mudéjar y el derribo y reconstrucción de su torre, así como la agregación de un pequeño pórtico tripartito que conectaba el acceso a la iglesia con las cercanas Casas de la Inquisición. Las tareas avanzaron con rapidez, de manera que escasos años después estaba finalizada ya la pequeña capilla, de poco más de tres metros de anchura por dos y medio de profundidad y seis de altura (a la derecha mostramos su desarrollo exterior e interior, despojado en la actualidad de los revocos blancos que conservó hasta el siglo XX).

El Greco no fue, sin embargo, el pintor a quien le fue inicialmente realizado el encargo para la ornamentación de este espacio. Un pintor genovés apenas conocido, Alessandro Semini, era quien debía encargarse en principio de construir un retablo (presidido por una representación de la Inmaculada) y de representar algunas escenas al fresco. Su fallecimiento en 1607 sin haber iniciado las pinturas llegó a manos del Greco, quien comenzó a trabajar en el proyecto en 1608. El pintor cretense introdujo algunas modificaciones sobre la idea de conjunto de su antecesor, cuyas pinturas murales criticó alegando que «todo se reducía a pintar algunas menudencias sobre cal, que es cosa de muy poca costa y autoridad, principalmente en capilla tan pequeña, que obliga a menor adorno». Por el contrario, el Greco era partidario de valerse para ornamentar el espacio «de pintura al óleo para más grave y perpetuo [adorno], y con lienzo entablado». En el techo tenía previsto situar «una historia de la Visitación de Santa Isabel por ser el nombre de la fundadora, para lo que se ha de fijar un círculo adornado con su cornisa, a la manera que está en Illescas». Es difícil saber qué sucedió para que no llegaran a su lugar las pinturas que acompañaban a la Inmaculada, cuyo retablo estaba ya finalizado en 1613, cinco años después de hacerse efectivo el encargo (tanto tiempo que ha llevado a especialistas como Fernando Marías a proponer que el Greco hubiera podido sufrir «algo grave» en plena ejecución, hipótesis que Álvarez Lopera acogió con frialdad).

La protagonista del conjunto es una pintura de casi tres metros y medio de altura. «La composición -según el historiador granadino del arte-, esencialmente dinámica, está regida por el ritmo ascensional de la figura serpentinata de la Virgen, al que quedan subordinados todos los demás elementos de la representación». Especialmente significativo, además, es el vibrante empleo del color y de la luz.

Interpretada durante mucho tiempo como una Asunción, fue Harold Wethey quien concluyó en 1962 que debía tratarse de una Inmaculada: «La inclusión de los atributos derivados de la Letanía identifican el tema, mientras que los Apóstoles que deberían estar presentes en una Asunción no aparecen representados». Es, desde los años sesenta, una de las grandes joyas del Museo de Santa Cruz.